Hoy, en pleno parque, fui testigo de otro negativista. No tenía pinta tal, es decir, se veía un tipo serenado de esos que aparentan tener buen juicio; aunque advierto que debí sospechar por la forma tan ordinaria de comer su paleta. Llegué y me apresuré hacia la única banca libre. Me acomodé, coloqué el vasito a un lado, bajé mi mochila, estiré los brazos —un ritual ceremonioso que me brota antes de empezar a comer algo que apetezco con ansia— me lamí los labios y me deleité con la primera cucharadita de esquites. Sí, esos de grano gordo que llegan de Topilejo. En esas estaba cuando levanté la vista y lo vi; justo el susodicho sentado en la banca de enfrente. No sé de dónde, pero me vino una imagen tenebrosa aunada a un escalofrío, algo así como lo que sentí cuando leí Las babas del diablo, de Cortázar. El hombre me pareció el mismísimo demonio.
Se percata de que lo veo... en eso aparece un niño correteando a un pajarito; el ave se espanta y vuela... Sigo con la segunda cucharadita de esquites; me supo más picosita que la primera. Sin querer, lo vuelvo a ver. Está moviendo la cabeza de un lado a otro, luego de rechazar a una joven que de manera educada se le acercó a ofrecerle galletas anticipándole que ella misma las horneaba. Hasta allí, todo bien. Él le dice que no de manera amable, pero apenas la joven se aleja, el negativista nueve la cabeza de un lado a otro pues la vendedora le hizo saber que vende sus galletitas para completar y pagar su tratamiento de conversión —de hombre a mujer—. Ella se va y él la mira con desprecio, agitando su cabeza y comiendo amargamente su paleta de hielo. Me pregunto si no se le agriaría el sabor... el niño reaparece corriendo detrás de unas burbujas de jabón; quiere tocarlas, pero se revientan... El negativista me mira, busca mi complicidad en su rechazo a la joven. Le volteo la cara dejándole ver que no me importa en lo más mínimo. Me deleito otra cucharadita de esquite. Alguien interrumpe la visibilidad hacia el susodicho. Se trata de un joven con ropas percudidas que le ofrece la lectura de un poema de su propia inspiración —de él, no del negativista—. Le responde que no. El joven se retira sin saber que a su espalda lo mira negando con la cabeza. Lo llamo y le digo que me declame el poema en su forma más fuerte y poética, tan poética que lo escuchen todos los transeúntes. El hombre mordisquea su paleta y mueve la cabeza soltando un sofoco de desagrado. Lo ignoro. Sigo el andar de una niñita enclenque que con dificultad sostiene un cartón que lleva a la esquina de la vendimia. La niña, tambaleándose, le grita a la madre que no llegará. La madre le dice que pobre de ella que no llegue y que se le caiga el cartón. Ya predispuesta, aunque guardando la prudencia, volteo a ver al negativista —a estas alturas ya me resulta un cercano incómodo— quien ha emprendido camino magullando maledicencias y aventando el palito rojo de su paleta. Molesta, lo busco entre los deambulantes; no lo encuentro. Quise gritarle que quién se cree él para aventar su basura al suelo.
Desde que lo conocí, he regresado al parque casi a diario con la intención de encontrarlo. No he tenido suerte y siento miedo. Me ha dado por pensar que en ese parque se ocultan hilos de las babas del diablo.
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