¡Qué difícil es bosquejar en breves líneas el legado de un gran ser humano! ¿Cómo exponer con claridad la epopeya de una larga y fructífera vida? Las palabras se convierten en torpes vehículos que no pueden conducirse con facilidad a su destino. ¿Con qué términos humanos vestir el historial de quien se revistió con la sabiduría y ornamentos divinos?
El padre Santiago Alvarado Soto nació en Puruándiro, Michoacán, pero muy joven ingresó al seminario de Sinaloa (en 1944, todavía no se dividían las diócesis de Culiacán y Mazatlán, lo cual aconteció el 22 de noviembre de 1958). Fue ordenado el 25 de julio de 1954 por el obispo Lino Aguirre y García.
Humildad, dulzura, bondad, sencillez, ternura, servicio, diligencia, mansedumbre y permanente alegría fueron sus características virtudes. De palabra amable, sonrisa de niño y mirada comprensiva. No ocupó la silla de la cátedra de profesor, pero se especializó en la silla de la expiación y remisión para conceder el indulgente perdón de las faltas.
El camino de su vida se puede ejemplificar con algunos fragmentos del poema de Federico García Lorca, titulado Santiago: “Esta noche ha pasado Santiago su camino de luz en el cielo. ¿Dónde va el peregrino celeste por el claro infinito sendero? Va a la aurora que brilla en el fondo en caballo blanco como el hielo... Por allí marcha con su cortejo, la cabeza llena de plumajes y de perlas muy finas el cuerpo, con la luna rendida a sus plantas, con el sol escondido en el pecho.
“Era dulce el Apóstol divino, más aún que la luna de enero. A su paso dejó por la senda un olor de azucena y de incienso. Al pasar me miró sonriente y una estrella dejóme aquí dentro”.
¿Sigo el camino de Santiago?