Han muerto cinco madres, y no supieron nunca del paradero de sus hijos. Hoy, a 10 años de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, es una verdad que nos quedan a deber. Va de nuevo este cuento “Perra vida” que escribí, hace 10 años, en su memoria.
Si se tomaran la molestia se enterarían de que lo extraño. Él ha sido el único que se ha dado cuenta de que existo. El día que nos conocimos, fue así, de repente, supimos que estaríamos juntos toda la vida. Cuando lo vi, no supe quién estaba peor, si él o yo. Sus pantalones tenían remiendos y sus pies se veían curtidos por el sol. Tenía manchas blancas en la cara, de esas que salen cuando no se come bien... pero eso no evitó que me sonriera. Yo no tenía muchas alternativas. Cuando mi madre nos abandonó, a mis hermanos y a mí, fui el único que sobrevivió. Hacía tiempo que nadie se fijaba en mí, y menos con esa sonrisa. Carlos lo hizo, y desde entonces fuimos inseparables.
Aunque poco, los dos comíamos de mismo. Los de la casa no me querían, pero él se las arreglaba y siempre me defendía. A veces, yo lo acompañaba cuando se iba y en el camino él me platicaba cosas. Me contaba cuando era niño y cómo sus padres querían que estudiara. Querían que fuera profesor y que enseñara cosas a otros, sobre todo a leer y a escribir; siempre le dijeron que eso era importante. A mí qué si no estudiaba... era tan bueno conmigo. Los días sin él ya no son lo mismo; lo único que me importa es su compañía.
Yo estuve allí esa noche. Vi cuando se lo llevaron junto con los demás. Llegaron muchas camionetas y escuché enfrenones y portazos. Los hombres bajaron de salto y empezaron a golpear a Carlos y a sus amigos. Yo me les eché encima, pero me dieron un culatazo y me partieron las costillas. Me alejé arrastrando. Me asusté tanto que ya no intenté nada. Ellos eran muchos y sus armas eran grandes. Les pegaban. Les gritaban insultos. Casi no podía ver, pero sentía el dolor de Carlos; sobre su cabeza veía el amarillo del miedo. Todos estaban igual, pero a mí sólo me importaba él. Casi era un niño y no sabía defenderse. Sus padres no lo enseñaron a pelear, ellos sólo querían que estudiara.
Pasaron los días y desde entonces todo ha sido un alboroto. Empezaron a llegar extraños al pueblo, caras que nunca había visto. A algunos los saludaban bien y a otros les decían que se largaran. Los padres de Carlos estaban allí. La madre lloraba y gritaba; las otras hacían lo mismo. Con los días dejaron de llorar, pero nunca dejaron de reunirse. Hablaban cosas. Daban vueltas. Ellos, igual que yo, no sabían lo que estaba pasando.
Desde esa noche, ya no le importo a nadie. Por eso me largué del pueblo. Las costillas me saltan por la piel. Ya casi no tengo pelo y hasta el hambre se me ha quitado. Carlos no volvió y yo sigo caminando. Ahora duermo en un basurero; de vez en cuando alguien me avienta algún pedazo de tortilla. Hoy en la mañana, entre los desechos, vi la foto de Carlos y la empecé a rasgar con la pata buena. Quería que me sonriera, pero él no hacía nada. También había fotos de otros, eran sus amigos; dijeron que eran 43. A muchos yo los conocía, les olía las manos cuando ellos me acariciaban la cabeza. “¿Cómo se llama?”, le habían preguntado. Les dijo mi nombre y yo contento moví la cola... pero hoy, él ya no está conmigo.
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