Con el relativismo de la verdad hemos terminado por olvidarnos de la enorme diferencia que existe entre lo que ocurre y lo que creemos que ocurre o, como solía decirse, entre los hechos y la percepción de los hechos, y hemos llegado a un punto en el que ya no importa lo que efectivamente pase, sino lo que la gente cree que pasa. El mundo, “uno y el mismo para todos” como lo definían los presocráticos, se ha vuelto múltiple, elástico y vibrante, y hoy ya no fincamos nuestra casa en él, sino que cada quien vive metido en su fantasmagórica creencia y conviviendo con aquellos que comparten esa misma percepción: el mundo ha dejado de ser único -ser- y se se ha convertido en innumerables realidades donde habitan tribus adoradoras, cada una de una opinión. Esas realidades dependen de la información o, mejor aún, de informaciones diversas.
El olvido de La Verdad, así con mayúsculas, paradójicamente, se presenta como una contienda de verdades. Todas las versiones esgrimen sus “pruebas”, sus “hechos”, sus “razones” y cada tribu encuentra para confirmar su creencia “pruebas”, “hechos” y “razones” suficientes que la convencen de que se encuentra en la verdad.
La verdad, sin embargo, es otra cosa: una búsqueda cuya intención consiste en descubrir algo, algo que explique lo que no se conoce. Hay, claro, una hipótesis que guía la búsqueda, pero la hipótesis regularmente se desecha en el camino, pues buscando uno encuentra una mejor hipótesis que, a su vez, tendrá que revisarse, y sólo cuando no se consiga falsificar, se adopte provisionalmente como verdad, como una respuesta que debe seguir revisándose. Hoy, se habla de verdad; pero la verdad de que se habla es distinta: es también una búsqueda, pero la indagación está orientada exclusivamente para confirmar la creencia con la que ya se cuenta: la convicción que ya se tenía. No es lo mismo buscar y rebuscar para encontrar “algo” que ir a buscar sólo un dato que confirme lo que ya de antemano se cree.
Esta manera nueva de la verdad es, precisamente, la llamada posverdad: una verdad que ciertamente está basada en hechos, pero sólo en aquellos que la confirman, pues si se amplía la búsqueda o se profundiza se descubren otros hechos que la niegan. Es un tipo de verdad acorde con la holgazanería de nuestro tiempo: rápida y obvia: sumaria, y que circula convenciendo sólo a quienes emocionalmente ya estaban convencidos, pues sólo sirve para aquellos a quienes les confirma lo que ya de por sí querían creer.
Aquí conviene recordar lo que ocurre en los debates. En ellos cada expositor esgrime sus argumentos, apela a unos hechos, muestra sus pruebas, y al calor del debate los contendientes invierten su ingenio en probar su punto. Los debates no buscan la verdad, en ellos lo que se busca es defender posverdades y, por ello, el público que asiste a los debates jamás cambia de punto de vista, cada uno de los asistentes solo saca más argumentos, más hechos y más razones para seguir convenciéndose de aquello en lo que ya creía.
La posverdad -instalada hoy a sus anchas en el planeta- no es tan nueva como se supone: tiene la misma estructura que siempre han tenido las verdades a medias, esas medias verdades que se apoyan en un solo hecho y del que se extraen infinidad de conjeturas. Lo que sí es nuevo es el terreno en el que la posverdad prospera: un estado moral de absoluta desconfianza que nunca se había visto: la gente ya no cree en nada y, precisamente por eso, admite y cree tan fácilmente en las posverdades que ratifican su desconfianza, en aquellas posverdades que corrobora lo que emocionalmente cree. Y otro aspecto crucial, además de la desconfianza, es que hoy el mundo se ha vuelto información, lo real solo tiene existencia si aparece en el terreno de la información: en los medios y en las redes sociales.