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Testimonios

Migrantes venezolanos buscan sobrevivir en Juárez y cruzar a EU

Instalados en campamentos, migrantes venezolanos relatan sus dificultades para sobrevivir y su enojo por el incendio de una estación del INM que dejó 40 víctimas

Manu Ureste y Ethan Murillo

Mira, pana, yo me salvé por esto —Wenceslao, un joven venezolano de 24 años, alto, espigado, que luce un pelo crespo que peina a lo afro, alza la mano y muestra a la cámara el milimétrico hueco que deja entre su dedo índice y el pulgar, por donde no cabe ni una mosca—. Esa noche me salvé por pura suerte. Porque yo no estaba pidiendo en los cruceros. Porque si yo hubiera estado ahí, Migración también me hubiera llevado preso, como le pasó a mi amigo. Y me hubiera muerto igual que él: asfixiado y quemado como un animal.

Su amigo era el venezolano Rannier Requena, de 29 años, padre de familia y migrante. Él es una de las 40 víctimas mortales que, hasta ahora, se ha cobrado el incendio ocurrido en la Estancia Provisional del Instituto Nacional de Migración (INM) en Ciudad Juárez, Chihuahua, la noche del lunes 27 de marzo. Un suceso por el que, a dos semanas, han sido detenidos y vinculados a proceso una persona migrante, acusada de haber provocado el incendio, así como tres custodios del INM y un guardia privado.

Los de Migración estaban bien arrechos, bien bravos —recuerda Wenceslao—. Esa noche estaban haciendo operativos en los cruceros de la ciudad deteniendo a migrantes, sin importarles si tenías papeles o no. Los metieron ahí adentro, que es una cárcel, y los migrantes quemaron un colchón por la misma desesperación de que los deportaran. Pero luego los custodios no les abrieron las celdas y se quemaron como perros.

El venezolano, que lleva colgada del cuello la fotografía de su amigo con quien cruzó América Latina a pie, en combis y autobuses de tercera, y arriba del ferrocarril de mercancías al que llaman “La Bestia”, la observa unos segundos en silencio.

Salimos de Venezuela por un futuro mejor porque allá ya no se puede vivir. Pasamos cosas horribles en el camino para llegar hasta aquí, y mire usted, ahí está el futuro —alza el largo brazo derecho y apunta con el dedo índice y con los ojos negros rebosantes de rabia en dirección a la estancia migratoria.

En ese punto, una camioneta quemada del Grupo Beta del INM y el letrero ennegrecido de Gobernación quedaron como testigos del suceso.

Ahí quedó calcinado un sueño... Ahí se terminaron muchas vidas cuando estaban a unos pasos de la meta —el migrante pasea ahora la mirada hacia el cercano cerro donde, al otro lado de la valla fronteriza de varios metros de altura, en la vecina ciudad de El Paso prenden todas las noches la “estrella solitaria” que representa al estado de Texas—. Para mí, esto fue un asesinato, patrón —sentencia Wenceslao volviendo a sostener con firmeza la fotografía de su amigo Rannier—. No hay otra manera de decirlo. Fue un asesinato de migrantes.

Una semana después del siniestro en la estancia del INM, en el ocaso de la tarde del lunes 3 de abril, las veladoras continúan titilando bajo una pequeña carpa que las protege del fuerte viento que levanta toneladas de polvo y arena del desierto que rodea a Juárez. Junto a las veladoras hay regadas rosas blancas por la banqueta que da a la estancia migratoria, en cuyo interior, en el estacionamiento, todavía pueden observarse zapatos de las víctimas tirados por el suelo. “INMfierno”, rezan las portadas que aún se agitan con el viento colgadas de los gruesos barrotes de hierro que custodian al inmueble federal.

En frente, aprovechando la larga banqueta que transcurre por la calle General Rivas Guillén, junto a un estacionamiento que los migrantes utilizan para resguardarse del corrosivo sol —aunque aseguran que por la noche no se les permite la entrada—, un grupo de venezolanos platica entre ellos fumando, en espera de que caiga la noche.

No es el único campamento migrante improvisado en la ciudad. En el Centro Histórico, por ejemplo, en las zonas aledañas a la Catedral, así como por la avenida 16 de Septiembre, en el camellón central por donde hay un viejo edificio de Pemex y hoteles con derruidas fachadas de otro siglo, o en el parque donde está el monumento a Benito Juárez —el simbólico lugar donde el entonces candidato Andrés Manuel López Obrador arrancó su campaña rumbo hacia la presidencia de México en 2018—, es común ver a migrantes, sobre todo venezolanos, pidiendo unas monedas en los semáforos a cambio de limpiar cristales o vender agua embotellada, cigarros y algunas chucherías.

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Se trata de una postal, comentan juarenses entrevistados en el hervidero de gente que fluye por las calles del casco histórico, que hace tan solo un par de años no era habitual en la urbe, pese a que Juárez históricamente siempre ha sido una ciudad de migrantes, tanto de ida como de retorno. Y las estadísticas oficiales, al menos las de detención —el único baremo confiable con el que se pueden medir estas tendencias—, así lo muestran también: en todo 2021, el INM reportó que detuvo en la frontera de Juárez a cuatro personas migrantes de Venezuela. En solo un año, en 2022, la cifra escaló a 2 mil 133, siendo ya la segunda nacionalidad con más capturas, solo por detrás de Guatemala. Y en tan solo los meses de enero y febrero de este 2023, el INM detuvo ya a mil 469 venezolanos, más de la mitad de las detenciones de todo 2022.

Por ello, en el crisol de nacionalidades que hoy pueblan Juárez, ya es muy habitual escuchar expresiones como “chamo”, “pana” o “arrecho” por las calles de esta ciudad a la que algunos ya comienzan a llamar con sentido del humor “Juarezuela”.

Santiago González, director de Derechos Humanos del municipio de Juárez, y director del albergue municipal Kiki Romero, explica que ante la instauración en Estados Unidos del Título 42 durante el gobierno de Donald Trump, una medida que permite a ese país regresar a miles de migrantes a suelo mexicano mientras allá estudian si se les concede o no refugio, ocurrió “un cambio de era en el tema migratorio” debido al enorme flujo de personas que están saliendo de países en crisis relativamente recientes, como Venezuela, Haití o Nicaragua, más los casos tradicionales de la migración del Triángulo Norte de Centroamérica, más otro añadido extra: los migrantes mexicanos, especialmente michoacanos, que huyen de la violencia y buscan cruzar al otro lado a través de Juárez.

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Estamos ante un cambio de era —hace hincapié el funcionario municipal—. Ahora son flujos muy grandes los que llegan, son migraciones distintas, la normatividad es distinta, y estamos, por tanto, ante una era migratoria distinta que no va a disminuir, ni mucho menos a desaparecer. Por eso tenemos que ver cómo afrontarla entre todos.

En entrevista desde las instalaciones del gimnasio reconvertido en un amplio albergue para migrantes, que cuenta con asistencia médica y espacios para el ocio y la educación, como una miniescuela para la niñez y una biblioteca, González explica que pocos años atrás, antes de la pandemia, las migraciones que recibía Juárez eran “muy diferentes”.

Honduras, por ejemplo, era una migración que siempre ha estado en la ciudad, aunque casi nunca la notamos: son muy discretos, no formaban grandes grupos y no los notábamos. Y lo mismo pasaba con los migrantes de Guatemala y El Salvador.

En cambio ahora, el enorme flujo de migrantes de Venezuela que aguardan del lado de la frontera mexicana una respuesta del gobierno de Joe Biden, e incluso de países no tan habituales en las estadísticas oficiales de detención como Ecuador, ha cambiado la dinámica cotidiana de Juárez. Así lo plantea el alcalde Cruz Pérez Cuéllar, quien en entrevista desde el ayuntamiento asegura que el arribo de miles de migrantes ha supuesto un reto debido a las “tensiones” que se han suscitado en esta urbe de 1 millón 400 mil habitantes.

Recibir a un flujo de migrantes tan alto ha sido complejo porque se ha generado una tensión permanente. Nosotros, como autoridad, lo que buscamos siempre es mantener un equilibrio entre el respeto a los derechos humanos de los migrantes y el respeto a los derechos de los ciudadanos de Juárez. Pero mantener ese equilibrio está siendo complejo.

Cuando se le pregunta por las “tensiones” en la ciudad, el edil menciona que en noviembre pasado, por ejemplo, retiraron un campamento de venezolanos que se había instalado a orillas del Río Bravo, en el mero borde fronterizo con Texas, lo cual generó muchas críticas y señalamientos al ayuntamiento, y molestia entre los migrantes que esperaban ahí una respuesta del gobierno de EU para que analizaran sus casos de asilo.

Yo sigo francamente convencido de que tomamos la mejor decisión —subraya el edil—. Porque mira, en Juárez hace mucho viento y había carpas donde se robaban la luz. Había conexiones de electricidad mal puestas y muy riesgosas, y había gasolina y mucho hacinamiento. Nuestro director de Protección Civil nos alertó de que ahí se podría producir una tragedia y decidimos desalojarlos. Por eso, y también porque en la ciudad hay hasta 40 albergues disponibles para los migrantes, de los cuales dos son municipales.

Otro momento de tensión, refiere el alcalde, se produjo recientemente, apenas el 3 de marzo. Ese día, diarios locales refieren que elementos de la policía municipal irrumpieron con violencia en la Catedral para detener a personas migrantes sin apego a protocolos legales y violentando derechos humanos, como también denunciaron autoridades eclesiásticas. Un suceso en el que el alcalde admite que hubo “excesos”, por lo que ordenó que se abriera una investigación interna en el cuerpo policiaco.

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El desalojo del campamento en el bordo yo sí lo presumo como algo que evitó una tragedia. Pero lo de la Catedral sí fue una acción negativa de la corporación, yo mismo lo digo —dice el alcalde, quien, no obstante, matiza que sus declaraciones públicas condenando la mala actuación policiaca también generaron un efecto de “empoderamiento” en los migrantes que “inundaron” los cruceros de la ciudad, generando molestia e incluso denuncias de ciudadanas que aseguran haber sido objeto de acoso y de agresiones al negarse a dar dinero. De ahí que, el 23 de marzo, el alcalde hiciera otras polémicas declaraciones a los medios en las que advertía que “la paciencia” de la ciudad se estaba acabando. Una afirmación que, en entrevista con Animal Político, el edil reconoce que fue “desafortunada”.

Acepto que fue una frase desafortunada, solo quería lanzar el mensaje de “calmados, hombre, vamos a llevarla todos bien en la ciudad”, pero se malinterpretó —contesta el edil, quien insiste en que la ciudad “no es xenófoba” y que hay espacio en 40 albergues para que los migrantes tengan una estancia digna y no deban hacer campamentos improvisados ni dormir en la vía pública. Aunque esta situación, agrega, también se explica en su opinión por la “desinformación” que lanzan las mafias de tráfico de personas—. Es evidente que alguien mal informa a los migrantes. Les dicen que no se muevan de tal sitio porque según que Estados Unidos va a abrir las puertas y que van a poder cruzar todos. Pero eso, obviamente, es una gran mentira.

Son las 5:30 de la tarde del lunes 3 de abril, justo a una semana de la tragedia. El implacable sol de la frontera comienza su lento descenso dibujando una hermosa postal anaranjada sobre el Puente Internacional Paso del Norte, más conocido por los locales como Puente Santa Fe, uno de los cuatro cruces que unen (o separan) Ciudad Juárez y El Paso.

Muy cerca del puente por el que fluye un reguero constante de gente que va a EU o que viene de allá, están el ayuntamiento de Juárez, la estancia del INM siniestrada y el improvisado campamento donde decenas de venezolanos duermen al raso en la calle.

Del otro lado de la cerca metálica se alzan majestuosos los rascacielos con anuncios luminosos del Wells Fargo Bank. Y más cerca del borde que separa el Río Bravo, que en este punto fronterizo es más bien un riachuelo estrecho de aguas turbias que separa ambos países, se observa a unos cuantos marines aburridos fumando a bordo de llamativas Humvees de color beige, de esas que se ven en las películas de la guerra de Irak, y a un par de operarios municipales colocando con ayuda de los militares nuevos kilómetros de alambre de púas.

Debajo del Puente Santa Fe, sobre una vereda de tierra en el lado mexicano donde hay muros de concreto con grafitis que rezan lemas como “La frontera donde debe vivir Dios” y una pequeña terminal de autobuses de los 70 llamada El Paisano, el venezolano Wenceslao camina cabizbajo junto a otro joven alto, de piel lechosa y pelo pintado de rubio platino.

¡Ojo ahí, negro! —grita el joven para alertar de que, a lo lejos, un grupo de tres personas desconocidas camina lentamente en su dirección.

Wenceslao, que aún tiene marcas de acné por las mejillas y que recientemente cambió el pelo afro por unas trenzas, se lleva la mano a la frente para cubrirse los ojos del sol menguante y luego de cerciorarse de que los tipos no llevan uniformes de Migración, ni son policías locales, ni guardias nacionales, ni soldados mexicanos, le responde a su amigo que esté tranquilo, que no son autoridades.

A continuación, alza los delgados hombros —la playera negra que viste le queda corta, pero apenas tiene con qué rellenarla— y explica con una sonrisa tímida y mesándose la barba de candado que tras lo sucedido en el incendio la desconfianza en cualquier autoridad es máxima.

La calle es dura —responde con marcado acento venezolano metiéndose ahora ambas manos en los bolsillos de la bermuda que viste con los colores de la bandera estadounidense—. La calle es muy dura —repite en un murmullo—. Aquí afuera tienes que dormir con un ojo abierto y otro cerrado porque no te puedes fiar de nadie. Nunca sabes quién va a pasar por tu lado para joderte o quién quiere detenerte, llevarte preso, y ¡pum!, se acabó todo. Vuelta a empezar.

¿No es demasiado sufrimiento? —se le cuestiona.

Wenceslao ladea la cabeza. Una puerta herrumbrosa que marca el fin de unas vías ocres que transcurren del lado mexicano hacia el estadounidense, y viceversa, y en la que hay una pinta que dice “Sin frontera”, se abre lentamente para dar paso a un enorme ferrocarril rugiente que va cargado de automóviles.

Ya es demasiado tarde para hacerse esos planteamientos, parece pensar el joven migrante, que observa el transcurrir del tren por los rieles.

Sufrir en este camino es el precio que hay que pagar —encoge los hombros como respuesta—. Pero el que no arriesga no gana. Y el que no persevera no alcanza —reflexiona.

A continuación, Wenceslao, que se ganaba la vida como granjero, comienza a narrar la odisea que lo llevó primero de Venezuela a Colombia y de ahí a Chile, donde se estableció una temporada hasta que decidió que su futuro no estaba en el sur sino en el norte, en EU.

En el camino, ya el centro del continente en el llamado Tapón del Darién, una densa zona selvática entre Colombia y Panamá donde los grupos del crimen organizado tienen un amplio dominio, el migrante cuenta que sufrió mucho para adentrarse y salir con vida de la selva junto a su amigo fallecido en el incendio en Juárez, Rannier Requena. Aunque lo peor, matiza, no fue la selva, sino lo que vino muchos kilómetros después: México.

—Agarramos el tren ahí por el basurero, en un lugar que se llama Huehuetoca (Estado de México). Y de ahí agarramos directo para el norte. Duramos 97 horas montados en el tren —dice para hacer hincapié en que contó cada una de las horas que sobrevivió encaramado a los hierros—. Hermano, ahí arriba se pasa frío en serio —prosigue—. Se le congelan a uno los dedos así —retuerce los alargados dedos como si fueran garras de una criatura siniestra—. Y pues a veces el tren viene blandito, pero otras va durísimo metiéndose por las montañas —hace ahora un gesto con las manos como si fuera una culebra serpenteando entre las piedras del monte—. Y tienes que aguantar ahí como sea. No te puedes dormir y tienes que ir todo el tiempo alerta por la mafia que detiene el tren y te secuestra.

Por eso dice que le da tanta rabia lo sucedido en la estancia del INM, donde pasa las noches mirando con un gesto de profunda tristeza las decenas de veladoras que iluminan las fotografías de los fallecidos en el incendio. Primero, dice, porque fue una tragedia que se pudo haber evitado si los custodios hubieran abierto las celdas; y segundo, le da rabia porque tantos sueños como el suyo quedaron truncados cuando ya tenían ante sus ojos la meta final después de recorrer 5 mil kilómetros de Venezuela a El Paso. Aunque en su caso, se revira a sí mismo en un intento por mantener los pies en el suelo a pesar de tener la meta final ya a la vista, aún le falta mucho camino por recorrer.

Uno mira para allá —apunta con la barbilla a los marines de gesto aburrido que pasean al otro lado de la barda metálica, junto a otra patrulla de la Border Patrol— y piensas: ¡Uf! Estoy tan cerca... pero, a la vez, estoy todavía tan lejos...

Momentos después, continúa.

Sé que aún me falta mucho por recorrer —agrega mirando a los agentes fronterizos—. Y sé que para lograr mi objetivo tengo que tener un poco más de paciencia. Porque si ya llegué hasta acá, no puedo cometer ahora ningún error y que me devuelvan para atrás —responde cuando se le plantea si no ha pensado cruzar sin documentos tras un mes esperando en la calle a que le llegue a la app de la Aduana de EU la cita de las autoridades para analizar su petición de asilo—. Tengo que mantener la cabeza fría —insiste y se lleva el dedo índice a la sien derecha—. Tengo que ser paciente. Solo así podré cruzar la meta.

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