Una bolsa de plástico fue el preámbulo para salvar toda una historia. Agradezco a la lluvia, a la bolsita salvadora —no sé por qué imaginé que sería una de la Ley— y al arrojo de una hija para lanzarse al rescate, abrazar un puñado de papeles, ver en ellos el amor y decidir presentarnos a su madre, a la escritora Irene Montijo. Lo anterior es algo que sólo puedo agradecer ahora que leo Un pan para Van Gogh (Felina Ediciones – Instituto Sinaloense de Cultura, 2023). Honrar el talento y la dedicación —criar nueve hijos y llevar una casa— sólo habla de la vena literaria y creadora de la ganadora del Premio Inés Arredondo, en 1988, y del universo de fascinantes personajes que encierran una época. Abuelas, madres, hijas, tías, cuñadas, primas, apariciones, fetos, linajes, herencias, penitentes, viajes, abandono, frutos, flores, sitios, amores... maravillosos ecos, evocaciones nostálgicas con sabores de la tierra.
En Un pan para Van Gogh la voz cantante la llevan las mujeres; poderosas, firmes, recias, desinhibida, estoicas, tiernas, dignas, ninguna falta. Las primeras líneas me llevaron a los tiempos de Nelly Campobello y de Luisa Josefina Hernández. Las palabras me ubicaron en la tierra del noroeste, ya no era Durango, ni en la Ciudad de México, el registro es sinaloense. Al igual que Inés Arredondo, Irene Montijo me colocó en el universo de las mujeres de mi tierra; si bien las historias por íntimas resultan universales, las frases y los escenarios me adentraron en el núcleo familiar. Entre las palabras, rescaté las que usaban mis antepasados: talangas, cuiltas, hilachas, bilimbique, cuachas... la lectura me asentó en la casa de los abuelos y con ese sabor quise quedarme. Quise leer a Montijo con sabor cercano, como una salvadora epifanía.
He de decir que ya tengo mis cuentos favoritos. La transparencia y naturalidad en el tratamiento de “Mi tía Cuca” me hizo valorar el desprejuicio tan libremente manejado por Montijo. Me fascinó la vida, casi monástica, de la tía Cuca, quien después de sepultar a su amado Ponchito seguía fumando sus cigarrillos, comiendo frijoles acedos, metiendo y sacando su bacinica y bailando sin calzones; era el alma de sus fiestas. Además tenía algo que nadie tenía, a La Penitente; nadie imaginó lo que resultó al final
Otro de mis favoritos es “Mi abuela y sus hermanas”. Los hábitos y el orgullo del montón de mujeres que vivían en la casa de la abuela dan muestra de las costumbres de una región, de una época. La religiosidad y los rituales confirman que el gesto más nimio era una ternura indirecta, propia de los habitantes de una tierra árida. Hay una escena que me llevó a la vida de Agustina Ramírez —heroína sinaloense, llamada La dama del ropaje negro— “El luto era asunto muy serio y se llevaba por jerarquías: por el esposo cinco años, por la madre tres años, por la hermana dos años, por la cuñada año y medio, por las primas un año y así sucesivamente. Como las familias eran muy grandes, se pasaban a veces años de luto continuo. Eso pasó cuando murió Mariana y a los pocos meses mi tía Cuca”. También está “Entre dos mundos”, testigo de confianza y fe. El viaje de una niña en camión a los Estados Unidos, con un letrerito en el pecho que dice: “Tengo doce años de edad. Voy a Los Ángeles. No hablo inglés. Mi dirección en Los Ángeles es...”
Agradezco conocer a Irene Montijo, arropo sus historias y el registro que hay en ellas. Felicito a todos los involucrados en la realización de Un cuento para Van Gogh—entrañable personaje de su cuento homónimo—; que gesto más bello la zapatilla roja de Van Gogh, que hermoso desenfado el estilo de la escritora sinaloense, Irene Montijo. ¡Enhorabuena!, y bravo por esta cuidada y bella publicación.
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