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Las alas de Titika

Enloquecido

LAS ALAS DE TITIKA

No ambicionaba tanto. Agradecía con escuchar historias de antaño, de la tierra, salir de la vorágine de empoderamiento que salía de boca de todos en la calle, en la radio, en el periódico que compraba los domingos. No tenía televisión, pero sabía que allí el ansia era peor. Comentaron que las mujeres vestirían huipil y ¿ellos?, como fueran, hacía tiempo que ellos ya no contaban tanto. Imaginaba. Deseó ser un poco más osado y llegar con una capa negra como el autor de Zapotlán el Grande; hacer despliegue de teatralidad y grandilocuencia. O mostrarse sofisticado, afrancesado —aunque nunca hubiera visitado París— esa ciudad la traía en el corazón. Justo así, tal como lo vivió Lezama Lima, de quien dicen describió la ciudad luz como nadie; habitó sus calles, la desolación, la belleza de la ciudad como ninguno, sin siquiera haberla visitado nunca. Así él, hacía tiempo sólo lo habitaban lugares y almas poéticas. Suspiró, sabía que a lo mucho llegaría al encuentro portando su fiel sombrero y la parquedad de Rulfo.

El día anterior caminó por su calle, la misma de siempre, esa que lo lleva al café de la esquina. ¿No oyes ladrar los perros?, se dijo cuando escuchó tras la barda de una casona el aullar de uno. Se distrajo y tropezó con un joven que caminaba con la cabeza agachada mirando la pantalla iluminada. Éste le preguntó por la calle de Malintzin. Le respondió que andaba lejos, algo así como a cinco siglos de distancia. El joven lo vio con recelo y aceleró el paso; pensaría que dialogaba con un loco. A su vez, él pensaba en la precisión con la que hoy se navega por el mundo, googlemaps les había quitado la posibilidad de perderse, de deambular, de andar y andar sin buscar nada y de pronto sorprenderte con alguna Maga recogiendo hojitas secas, obstruyendo el libre tránsito por la repentina decisión de agacharse parsimoniosamente, justo a mitad de la calle, para llevarse unas florecitas de bugambilia que le habían dicho eran buenas para prepararse un té, hacía días que Rocamadour no la dejaba dormir.

Llegó al café. Pidió uno para llevar. Caminó unos pasos y se sentó en la banca del billar, ese que quedó atrapado en el tiempo: el mismo mobiliario, el dueño aferrado a vestir con sus pantalones Wrangler de siempre, como resistiendo a olvidar sus antepasados entre vacas y pastizales. Daba sorbitos a su café. Veía a los paseantes y esperaba que llegara su amigo, así de la nada, sin intercambio de mensajes, con el margen de error que supone algún imprevisto, sin suponer que no tiene señal, que se quedó sin saldo. Nada, así, esperar el casual encuentro sin hora acordada, poner una canción en la rocola mientras llega el igual a interrumpir el pensamiento que viene fermentando hace días. Toma otros sorbitos, sabe que nadie llegará. Termina el café. Pasa a la papelería antes de adentrarse en su casa.

Toma sus copias, se pone el sombrero y sale media hora antes; a buen ojo, calcula que es el tiempo que hará. Revisa de nuevo la dirección y traza el camino en su mente. Puntual, le habían dicho. Piensa en el mole verde que habrá de comer. Espera que no esté picoso, no quisiera incomodarse con las agruras y tener que marcharse antes. Nopales y arroz para acompañar el plato principal. Recordó las nopaleras que su madre sembraba en el bajío. En esa tierra árida que finalmente les habían dado después de pelear tanto. Nos han dado la tierra, había dicho su parco su padre. Nada nuevo saldrá de aquí, hombre, resignémonos a lo de siempre, dijo su madre. Ella era mujer de poca fe, marchitaba todo antes de que tuviéramos la esperanza. Cruzó Miguel Ángel de Quevedo. Ojalá tengan agua fresca de pepino con limón, es mi favorita.

Comentarios: majuescritora@gmail.com

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