Su madre sólo vio en ella un objeto de cambio. La vendió a los 9 años. A los 11 la violó su amo, sin saber siquiera qué era eso que le hacían. La siguió violando durante 3 años y luego la vendió a otros dueños que la alquilaban para tener sexo... y así hasta que quedó embarazada. Todo en su propia tierra, por su propia gente. Continuó su vida golpeada y humillada por los hombre cercanos y lejanos, por mujeres con encajes. Alejada de su hijo y amenazada siempre con perderlo; le prohibieron que lo vistiera como indio, debía quedar claro, con sus ropas, quién era su padre. Lo bautizó a escondidas en un ritual indígena por mujeres de su tierra, de lodo y sol, como ella decía. Cuando le avisaron al padre del nacimiento, la criatura ya tenía su nombre indígena, Cuauhcolli; a él y a solas, así lo llamaba ella, Malintzin.
Te contaré sin recato. Empezaré diciendo que al conocer su visión me pareció gloriosa. Debe ser que su alma cobró vida por el tiempo silenciado. Su voz ahora me grita su versión de la historia. El juicio que otros han hecho de ella; de ella ya tan enterrada, tan silenciada, tan incapaz, tan traicioneramente pintada cuando, primero que nada, ella fue la primera maltratada.
Golpeada frente a los otros, no tenía derecho a interpretar ni comparar tradiciones que la religión católica imponía a los colonizados. Nunca debió comparar que la virgen María dio vida a Jesús por obra del espíritu santo, al igual que hizo esa mujer de su tierra que al colocarse plumas de aves preciosas en el vientre igual quedó encintada, y a los nueve meses le llegó la vida. Fue su amante, su lengua, la madre de su primer varón, “pequeño ocelote”, así la nombraba él, Hernán Cortés. Amó a ese hombre quien la desposó y luego la entregó a otro hombre que la hizo doblemente infeliz.
Nunca entendió cuál era su traición si ella no pertenecía a nadie, nunca tuvo arraigo pues ni su madre la quiso. Le dolía que la llamaran traidora, mas ella nunca se sintió así porque era sólo una esclava que ahora pasaba a formar parte de los extranjeros. No le tenía lealtad a nadie porque no se sentía parte de ninguna comunidad. No tenía familia y en la vida los hombres sólo habían abusado de ella. ¿De veras la llamaban traidora?, si ella había sido víctima de una sociedad donde había amos y esclavos y las niñas se compraban y vendían para hacerlas prostitutas. Dudó de ella misma, su desamparo filial la hizo ya no creer en nada. Llegó a pensar que en verdad ella y sus coterráneos estaban ciegos ante la verdad, antes de que llegaran los extranjeros a abrirles los ojos.
Llegó a ser propietaria de tierras, casas y servidumbre, pero nada de eso se lo había dado su gente su familia o su raza. Había sido el reconocimiento de un solo hombre a su labor, a su esfuerzo, o quizá también a su entrega; quizá algo que había sido como el amor, la admiración o ambas. ¿Amor, pasión o lujuria?, locura momentánea, qué importaba ya, si los hechos no pueden cambiarse. La historia la había tratado de traidora. El apelativo malinchismo, ese que detona la preferencia a lo extranjero con menosprecio a lo propio, se le atribuye a ella, que sirvió de lengua a esos hombres que llegaron de lejos y que creyeron dioses. Esos que llegaron a conquistar a México Tenochtitlan y a barrer con las tradiciones y cosmovisión de un pueblo para imponer sus valores y tributo a un solo dios, todopoderoso, hijo de la piadosa virgen María.
La visión de Malintzin es una novela poderosa que cuenta la propia versión de Malinalli (hierba seca), Malintzin, Marina, la lengua de Cortés, la madre originaria. Con un arduo trabajo de investigación, Kyra Galván Haro, la autora, nos entrega una exquisita novela que nos hace reflexionar y revalorar el personaje histórico: “como en un juego de espejos, una Marina escribiendo sobre la otra Marina, hasta el infinito”.
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