A dos años del inicio de la terrible experiencia del Covid-19, todavía se padecen las secuelas de una pandemia que se mantiene como rutina indeseable ante su incesante mutación. La variante Ómicron del que se espera contagie a más de la mitad de la población, conserva vigente la disyuntiva de aceptar o no las modificaciones de nuestra economía y modos de vida.
Esta resistencia y obligada adaptación ha costado la vida de millones en el mundo y se volvió una realidad de la que nadie ha podido librarse, desde sus más terribles formas hasta las más inaceptables expresiones de indolencia humana.
El desafío es resolver entre las prioridades de una sociedad que intenta salvar la vida humana y al mismo tiempo a un sistema económico. Un reto que mientras permanezca sin ser superado, seguirá cobrando vidas, mantendrá en una severa crisis a los más necesitados y aumentará la línea de la pobreza.
Lo cierto es que si se mantiene con disciplina el confinamiento o se relajan las medidas sanitarias, el daño será igual para los más pobres. En cualquiera de los dos casos, el costo económico será oneroso y se perderán vidas y empleos. Una realidad que plantea un verdadero dilema moral.
La experiencia de la pandemia ha sacudido las estructuras sociales y aunque se pretenda ignorar o se intente disimular, como en las guerras mundiales del Siglo 20, los traumas y secuelas quedarán para los sobrevivientes. Será una enseñanza que se instale tarde que temprano en la reflexión de una realidad que no se modifica en los intentos por recobrar la “normalidad social”. Todo indica que los esfuerzos se encaminan en volver a las anteriores rutinas, le cueste a quien le cueste.
Para algunos pensadores de nuestro tiempo, las decisiones de los países más poderosos se toman de acuerdo a intereses económicos muy específicos. Que las decisiones de salvar vidas, se sujetan a criterios que generen el menor daño, no a la vida humana, sino a la economía. Una sentencia muy parecida a las consignas de las guerrillas socialistas del siglo pasado, como las de “patria o muerte” entonces, por la de “economía o muerte” ahora. Morir por una idea subjetiva de la realidad y por encima del valor de la vida humana.
Para el ex Presidente uruguayo José Mujica, el problema fundamental del mundo es la ambición y el egoísmo que caracteriza al ser humano actual, particularmente a los políticos y multimillonarios, pues a ellos no les interesa que avancemos a un “holocausto ecológico”. De ahí que la crisis sanitaria sea en estos momentos más un problema político que ecológico, debido a que involucra decisiones de los gobiernos. Por lo que se debería reflexionar más sobre los cauces de la humanidad y considerar que no se trata de eliminar el mercado sino someterlo a consideraciones auténticamente humanistas.
El politólogo estadounidense Noam Chomsky coincide en que la crisis sanitaria y climática no es prioridad para los gobiernos, puesto que las autoridades ceden ante las decisiones que adoptan las corporaciones y la llamada dictadura del mercado. Por ello la necesidad de generar consciencia de las profundas equivocaciones del sistema económico, el cual tiene que cambiar si es que va a haber un futuro para nosotros.
Por su parte para el filósofo esloveno Slavoj Zizek, el Covid-19 destapó una realidad insostenible, que el capitalismo actúa como otro virus que infecta a la sociedad y que mientras muchas personas mueren, la gran preocupación de los estadistas y empresarios es el golpe a la economía, la recesión y la falta de crecimiento del PIB. Pero que ello representa igual la oportunidad de tomar conciencia y pensar en una sociedad alternativa, una sociedad basada en la solidaridad global y la cooperación y no una basada sólo en el consumo y la riqueza material.
Yuval Noah Harari, escritor israelí, concuerda en que se debería apostar por la cooperación internacional y la ciencia. Que la ciudadanía sea capaz de controlar las decisiones de su clase política y evite los autoritarismos y democracias populistas.
En Sinaloa como en el resto del mundo, igual se debate el dilema de mantener las actividades desde casa o volver a las rutinas del pasado. Entre el semáforo naranja, un carnaval en puerta y el regreso a clases presenciales, sobresale la visión de un pensamiento estructurado antes de la pandemia y las nuevas posibilidades de las tecnologías. Entre una generación emergente que se adaptó a las formas de trabajar, estudiar y relacionarse a través de la internet, y otra que no le ha sido posible adaptarse a una nueva realidad sin los recursos del pasado; por eso insiste en volver a la antigua normalidad ante el temor de fracasar, porque no logran desestructurar su mente ante las nuevas circunstancias. No cambian, hacen lo que pueden hacer, pues no saben cómo cambiar.
Negar las enseñanzas de una experiencia como la actual pandemia, es no querer asumir las lecciones de la vida y de la muerte. Es hacer de las tragedias humanas, no una oportunidad para aprender de ellas, sino una insensata forma de prolongarlas.
No hay que perder de vista que el universo tiene sus propios medios para regresar el equilibrio de las cosas, recordar que el universo no es nuestro, sino que nosotros somos del universo.
Hasta aquí mis reflexiones, los espero en este espacio el próximo martes.