¿Qué pasaría si algún día se abrazaran el amor y la muerte? ¿Se moriría el amor o se enamoraría la muerte? Tal vez la muerte moriría enamorada y el amor amaría hasta la muerte._ Anónimo
    Hay días en que el duelo duele más; y otros, naturalmente, que duele menos. El tiempo es un excelente aliado. La aceptación, íntima y genuina, de que «Jorge está muerto; no hay nada que hacer» fue, para mí, liberadora: la señal clara de que me toca vivir la vida y hacer que él, en mi día a día, perviva a través de mí. Mi ofrenda es materializar la trascendencia de mi hijo en su ausencia. El compromiso de testimoniar mi pena y asegurar a otros padres que sí se puede transitar en el dolor es la manera que he encontrado para lograrlo.

    @LuisPerezdeAcha

    I

    El camino por el que transita mi duelo por el fallecimiento de Jorge ha sido atronador y fatigoso. Las primeras semanas fueron de confusión; de intentar asimilar, de manera infructuosa, la veracidad de su muerte o, mejor decirlo, la fugacidad de su vida. Atrás quedaron los días lúgubres cuando, inánime y enroscado en cama, con la mezcla cacofónica de dolor, angustia, llanto, incredulidad y enojo, sentía que el tiempo era interminable. Así descubrí el significado cósmico del minuto, como destello de una eternidad que en los estertores de un cuerpo estrujado se asemeja a la nada.

    Los porqué, sin respuesta alguna, resultaban agobiantes. Leí libros compulsivamente, buscando una frase -solo una, por corta que fuera- que me refrescara con un hálito de entendimiento y paz. Los resultados fueron infructuosos: no hay libro, pensamiento u oración que sustituya a un hijo muerto. Escudriñar explicaciones en los resquicios de un alma en luto es aguijonear el duelo para que duela más.

    En la etapa inicial, que se empalmó con la pandemia, la pena la llevé en solitario. La espiral de insomnio y angustia fue la antesala del vértigo con tintes psicóticos. Eran los meses en que el dolor se reducía a gritos silenciosos. Fueron días de diálogos internos estridentes y patológicos, que fermentaban la asfixia y la volvían castrante. Una actitud egocéntrica y monotemática regía mi cotidianidad: «No me importa lo que digas ni lo que pienses; ni tú ni nadie». O imprecaba a familiares y amigos: «Tú no me entiendes. ¿No ves que se murió mi hijo?». O, lo peor: «Ojalá tu hijo se muera, para que sepas lo que en verdad se siente».

    Pertenezco a la generación de hombres para quienes la exteriorización de los sentimientos está autovetada. Mi escape fue vaciar en el papel la opacidad de mis emociones. El efecto hipnótico de la pluma, como la que ahora utilizo, me auxiliaron a purgar y confrontar mi pesar. Fue así, como en las largas y extenuantes caminatas por el Tepozteco con Gerardo, compañero del mismo dolor, tracé en la mente los bocetos de un artículo para mi consumo personal que intitulé Abrázalos, que meses después complementé con El mago Luis.

    La publicación del primer artículo fue fortuita. Ante mi resistencia obstinada de hacerlo, Lilián, mi editora, lanzó la pregunta: «¿Y si dejamos que sea el destino el que lo decida?». Y el destino, en manos de mi prima María Amparo, encaminó su publicación inmediata, hoy hace justamente tres años. Del traumatismo inicial de ver expuestas mis emociones en forma pública, pasé al agradecimiento de sentirme abrazado y apapachado por mi familia y amigos, y en redes sociales. Fue, como decía don Jorge, mi suegro ya fallecido: «Entre más muchos, las penas son más menos».

    De ese modo entendí, por vez primera, que el duelo no es solo mío, y que al compartirlo abrí la puerta para que el dolor asumiera un sentido comunitario y duradero. En la solidaridad de mi prójimo -de mis próximos y de quienes no lo son tanto- está la riqueza de la rehabilitación.

    La muerte de un hijo es «una experiencia desoladora», como me lo confió don Samuel en una carta cariñosa, haciendo memoria de idéntica pena de algunas décadas atrás. El tsunami fue de alto impacto. En mi caso, el eje psicoemocional y el sistema familiar se desdibujaron. El cliché social lo frasea a la perfección: el golpe es tan fuerte que no existe una palabra para describirlo. Lo que no tiene nombre, lo expresa la escritora colombiana Piedad Bonnet al describir su propia vivencia. O como dice Alberto: «es un tema que está, definitivamente, en otro orden de cosas».

    Sin embargo, eso es lo de menos. Lo importante es que el dolor de los padres ante la pérdida de un hijo -el mío ante la muerte de Jorge- es profundo y permanente. El tiempo ayuda, sin duda; pero la marca del sufrimiento es perenne. Es como tenerlo siempre en segundo plano, como María Elena me lo recordó.

    II

    Hay días en que el duelo duele más; y otros, naturalmente, que duele menos. El tiempo es un excelente aliado. La aceptación, íntima y genuina, de que «Jorge está muerto; no hay nada que hacer» fue, para mí, liberadora: la señal clara de que me toca vivir la vida y hacer que él, en mi día a día, perviva a través de mí. Mi ofrenda es materializar la trascendencia de mi hijo en su ausencia. El compromiso de testimoniar mi pena y asegurar a otros padres que sí se puede transitar en el dolor es la manera que he encontrado para lograrlo.

    No soy el único padre que ha perdido a un hijo; no soy el primero ni seré el último. Por delante vienen otros padres que afrontarán esta pena. Nada garantiza, incluso, que yo no sufra la misma pérdida. En el juego cuántico del universo, la vida da y quita por igual, sin que nadie pueda evitarlo. Irremediablemente, el dictamen de nuestra muerte está emitido desde el origen de nuestros días. Todos, sin excepción, moriremos: es ley de vida. Alguno de nosotros, de nuestros familiares o amigos, alguien conocido, perderá a un hijo o a un nieto.

    La aceptación del fallecimiento de Jorge ha sido el mejor blindaje contra mi inclinación, humana y connatural al duelo, de la autoconmiseración. Es la vida que me tocó vivir; no hay remedio. No la puedo cambiar ni sustituir por una distinta. Tampoco puedo encapricharme en un «quiero a mi hijo de vuelta». Sería una proclama fantasiosa y sombría. La victimización no me lo regresará, así que mejor dar vuelta de página. Tengo tres opciones: lanzarme al vacío desde un rascacielos, cobijarme en los brazos sedantes de la depresión o continuar adelante con la mejor actitud posible. No hay más.

    El jaloneo interior ha estado rudo; sigue siendo aflictivo. Hay momentos en que el dolor me cimbra y escuece; en otros me tropiezo y regodeo en la tristeza. Pero a mi rescate entra Isabel Allende, quien perdió a una hija: «La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo». Jorge se sublima a través de mí. Su belleza de vida se proyecta en el aliento y esperanza que yo infunda a otros padres; en la seguridad de que existe vida, áspera y punzante, después de la pérdida de un hijo.

    Con frecuencia escucho que la muerte de un hijo es antinatural. Así lo pensé en un principio; pero mi opinión cambió de manera radical en la medida en que la resignación se aposentó en mí. A la gallina se le mueren sus polluelos y a la osa, sus oseznos; al igual, fallecen nuestros hijos. Que duela hasta la médula no significa que sea antinatural. Empeñarnos en verlo de ese modo nos acogota el alma, nos impide escapar de las garras, opresivas y aterradoras, del luto, y nos imposibilita para reformular un nuevo sentido a nuestras vidas.

    Las alternativas de recuperación para los padres no son voluntaristas. Algunas fórmulas sociales de pésame son pavorosas. «Échale ganas», nos dicen. «¿Y qué crees que estoy haciendo para siquiera sobrevivir?», respondemos entre abrumados y enojados. «Lo bueno es que tienes un angelito en el cielo», intentan animarnos. «Qué bueno, pero ¿qué hago con este dolor que me atormenta?». «Tienes otros tres hijos, te necesitan», como si no lo supiera y a lo que contesto en silencio: «Pero es que no perdí un perrito de la camada que le nació a mi mascota». Y la peor, el Óscar a la imprudencia: «Dios solo manda estas pruebas a los fuertes». ¡Me rindo!

    El duelo, en su esencia, se padece en soledad. Nuestros amigos y familiares no saben qué decirnos. Ellos no han perdido hijos y está perfecto; mejor que nunca lo experimenten. No hay palabras que mitiguen un ápice el dolor. Basta, simplemente, con estar, con abrazarnos y sollozar a nuestro lado. La solidaridad es creativa y poderosa. En todo caso, una palabra o un mensaje de «te quiero», «te mando un beso», «te pienso», «mis oraciones están con ustedes», «no sé qué decir, pero estoy contigo». Los emoticones son una gran herramienta: una carita triste o con besos, una taza de café, o uno o varios corazones.

    Otros mensajes resultan geniales. Estando todavía en Portugal, con apenas un par de días de luto, Sandro y Moisés me enviaron sendas delicias poéticas. Otros amigos me mandaron montones de joyas que atesoraré por siempre. La originalidad de mi cuñado Manuel no tuvo par, con el video Un round más, en el que Mohamed Alí suplica a su entrenador que ‘tirase la toalla’, pues no podía seguir -estaba exhausto- en la pelea contra Joe Frazier. En cada campanada que marcaba el fin de los rounds, Alí insistía en su petición, a lo que su mánager respondía: «Venga, dame un round más»; y así en otras dos ocasiones. La tercera vez, Alí se rindió y dijo: «Ahora sí, ya no puedo», a lo que el entrenador suplicó: «Te pido un favor: regálame este round y ya». Y la magia se dio: su contrincante fue quien ‘tiró la toalla’. Puede parecer una simpleza, pero aún en la actualidad me digo: «Vamos, Luis: solo un round más». Hoy, en particular, es uno de esos días.z

    Peregrinar en el duelo no ha sido un proceso racional, pues el dolor, la frustración, la angustia y el enojo, al ser emociones, no se superan con la mente ni con fuerza de voluntad. Se requiere un ajuste en el chip existencial que acomode las piezas en forma lenta y alucinante. Los retrocesos son puñetazos al hígado, sofocadores y desmotivantes. El cariño de mis hijos y su madre, de mi madre y hermanos, y el acompañamiento de la familia ampliada han sido fundamentales, al igual que las porras de los amigos y las sendereadas, las jornadas de pesca y los partidos de pádel con ellos. El apoyo profesional de Marianna, mi tanatóloga, y Sujey, mi psicoterapeuta, siguen siendo de gran ayuda. Las charlas y lectura de textos escritos por padres que han perdido hijos han sido ilustrativas y sanadoras. El trabajo y los pasatiempos son distractores valiosos; también los libros y la meditación. La astrofísica ha sido un refugio ideal: ¿Qué fue la vida de Jorge y qué será de la mía en los 14 mil millones de años del universo? ¿Cuál es nuestra significancia terrenal frente a las 200 mil millones de galaxias?

    Cada padre tiene que buscar y construir su camino de recuperación. En mi caso, la tía Irma fue un personaje clave. En agosto de 1974 la vi hincada y abrazada al féretro de su hijo Ricardo -mi primo hermano-, cinco años mayor que yo, muerto en un accidente al jugar con un arma de fuego. Su llanto al introducir el ataúd en la tumba era desgarrador. Fue una experiencia traumática.

    Cuatro décadas después, al fallecer Jorge, la tía Irma me mandó un mensaje cariñoso y comprensivo: «Aquí estoy, para cuando necesites hablar con alguien». A los pocos meses empezó la pandemia. Hablé con ella muchas veces y durante largas horas. Yo lloraba y berreaba; guardaba silencio y, en mi desquiciamiento, hasta reía. Su respuesta metódica era: «Yo te comprendo, hijo»; y al final de cada llamada remataba: «Ya verás que el tiempo será tu mejor aliado. Confía en mí». Le creí ciegamente. Sus palabras fueron la luz de esperanza que ansiaba encontrar.

    Un golpe de este calado trae efectos colaterales, imprevistos y en cierta forma positivos. Uno, para mí evidente, fue la relativización de los problemas. En público lo formulo de la siguiente manera: después del fallecimiento de un hijo, ¿qué es realmente un problema? Salvo la enfermedad, el infortunio o la muerte de otro hijo, no hay nada que se equipare. Por otro lado, el duelo es un potente ego reductor: las ínfulas de poder, riqueza, éxito y belleza quedan anuladas. Las expectativas presentes y futuras no son mejores ni peores que las del pasado; simplemente distintas.

    III

    Desde el 24 de junio de 2019, Jorge forma parte del espacio sideral, cantando en un paraje inconmensurable del universo. No importa cómo murió, sino cómo vivió sus 27 años, cinco meses y cuatro días. La bonhomía y la sencillez eran su divisa. Poseía una inteligencia extrema y una intuición voraz. Era sensible y carismático; cariñoso y simpático; y un lector irredento. Su facilidad para los idiomas era prodigiosa. En nuestro acerbo queda el examen para ingresar a una universidad de Alemania; en alemán, por supuesto, y que aprobó con apenas unas clases de preparación. Era un estuche de monerías. La imitación de los culichis, con las tonalidades propias de mis paisanos, es memorable. En los anales familiares se encuentran sus cantos, con su imposta de tenor, de arias clásicas, de México en la piel y Como quien pierde una estrella. Un auténtico showman.

    Como padre, educarlo fue un reto; como amigo, una delicia. Me echaba en cara, y no a manera de broma, que mis afanes de chavorruco le resultaban patéticos. En mis visitas a Nueva York y Boston, en donde trabajó algunos años, nuestras charlas eran entretenidas y variadas. Nos retábamos recíprocamente, tanto para exponer nuestros temas como para entenderlos. Una vez, comentando sobre su exploración del mapa genético desde la informática, en la que era experto, le pedí que me ilustrara en qué consistían los genes, el ADN, el ARN y los cromosomas. «A ver si entiendes», me desafió. «Pues déjate venir», repliqué. En otra ocasión, cenando en un restaurante de Long Island, en donde vivía, a propósito de un asunto pro bono que llevábamos en el despacho, salió a colación el tema del interés legítimo en el juicio de amparo; y cachó con rapidez mi explicación. Su sinapsis neuronal era privilegiada y espectacular.

    Atesoro las lecciones de vida a su lado. Nos estrechábamos en abrazos sinceros; yo le daba muchos besos. Debí haberle dado muchos más, muchísimos más. Pero nunca imaginé que se accidentaría y, menos, que moriría. Ni hablar. Lo que resta es honrar su memoria y celebrar su vida, para así darle más abrazos y besos hasta la eternidad. Carezco de certeza de que mañana, mis hijos o yo seguiremos en la faz de la Tierra. Abrazar y besar a sus hermanos -Gisela, Andrea y Javier- es un pacto renovado cada 24 horas y un tributo a Jorge por los besos y abrazos que quedaron en suspenso. Un clásico del cine me lo recuerda: Nunca te vayas sin decir te quiero.

    De vez en vez alguien me pregunta cómo he podido superar la pérdida de Jorge. «Uf, pues de frente y con la cara al sol; no hay de otra», respondo mecánicamente. Hace poco, un buen amigo me dijo: «Yo no lo soportaría, me moriría también». Guardé silencio y pensé lo de siempre: «La mala noticia es que no te vas a morir. Lo siento, pero tendrás que sufrir el trauma y afrontar el duelo en soledad». Con sinceridad deseo que nunca nadie sufra esta pena. Son los designios insondables del universo.

    Hoy, 20 de enero, Jorge cumpliría 32 años. Lo extraño y lloro su ausencia. Me faltan mi hijo, mi maestro y mi amigo. Su trascendencia se proyecta en mi testimonio a otros padres de que hay esperanza y vida después de la muerte de un hijo; que hay forma de salir adelante, con alegría y ánimos de vivir, por ellos, por nosotros y por nuestras familias.

    Se trata de dar el resto, que al fin será «solo un round más».

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