Los días de pandemia nos han estremecido continuamente con noticias acerca del fallecimiento de familiares, amigos o conocidos. La muerte nos sacude vigorosamente, como si fuéramos espigas a las que se les arrancan salvajemente los granos.
Los lastimeros quejidos son amordazados por el rugido del furioso e implacable viento. El dolor busca refugiarse en lo más profundo del pecho, pero los convulsos latidos del corazón semejan martillazos que entonan al unísono el inconcluso y solemne réquiem mozartiano.
Sí, la muerte acecha a cada instante. Hoy sentimos más cercana su compañía por las circunstancias a las que nos hemos referido; sin embargo, su acoso es constante e indiscriminado: no respeta edades, rangos ni posición social.
Jamás nos acostumbraremos a la muerte, menos cuando toca a nuestros seres más cercanos e íntimos. Su embate se lanza desde todas las áreas y flancos, ningún espacio escapa a su dominio.
Cuando toca a los padres, los hijos se declaran huérfanos; cuando vuelve sus ojos a los esposos se habla de viudo o viuda; pero no existe término o palabra que designe la condición de los padres que pierden a un hijo.
Parece un dolor contra natura, porque lo usual es que fallezcan primero los progenitores; empero, hay bebés que exhalan su primer y último suspiro sin cruzar siquiera el umbral del santuario materno.
Es una experiencia que transforma por completo la vida. La ausencia se convierte en catapulta que arroja toneladas de dolor y soledad. Las paredes del alma se resquebrajan ante el insomne vacío. La madre no tuvo la dicha ni siquiera de escuchar su llanto al nacer o al pedir alimento.
No obstante, el desconsuelo no es la última estación. Se tendrá el “Alma mocha”, como dijo la escritora colombiana Bella Ventura, pero nunca yerta.
¿Remiendo mi alma?