La democracia necesita de la honestidad para ser real; pero, paradójicamente, la política real suele estar lejos de la honestidad. Los políticos- como los propagandistas- inevitablemente mienten, muy pocos no lo hacen, si no mienten, aunque suene maquiaveliano decirlo, nunca tendrán éxito. El que lo logra es que sabe mentir; es decir, sabe convencer a los ciudadanos de que lo que promete se cumplirá. Y, en efecto, algunas veces cumple, pero la mayoría de las veces no, y no por incompetente sino porque no quiere o no puede cumplir, por eso inevitablemente miente.
La democracia está llena de paradojas porque ninguno de sus teóricos y practicantes, clásicos y contemporáneos, antiguos y modernos, ha dicho que recurrir a la mentira y deshonestidad es parte de su funcionamiento. Sin embargo, al ser un modelo o una forma de gobierno, diría Aristóteles, es entonces una estructura política. Es decir, la democracia es una de las expresiones de la política y, al serlo, en su práctica real, inevitablemente, en algún momento, recurre a la falsedad, a la trampa, para seguirla reproduciendo, como lo hacía el demagogo en el ágora ateniense, según nos narra Tucídides.
No ha habido, no hay, ni habrá democracias perfectas; es decir, sin violaciones a la ley, sin engaños, sin falsas promesas porque esto es consustancial a la política; pero sí hay democracias funcionales y estables donde, en lo básico, se respetan el voto, las normas legalmente instituidas y sus actividades se llevan normalmente sin sobresaltos.
Como bien sabemos, la mayoría de las democracias modernas se han establecido en el mundo Occidental. Casi toda Europa, aunque en su corredor oriental no todos lo han logrado, tal y como sucede en Rusia y otras ex repúblicas soviéticas. En Australia, Nueva Zelandia y Canadá la democracia ha sido muy sólida, pero en Estados Unidos ha sufrido graves resquebrajaduras. En Asia, Japón tiene un consolidado orden democrático, y la India es el país más grande mundo con un sistema político fincado en la democracia. China la desconoce.
En América Latina la democracia moderna, con sistema de partidos, sufragio libre, libertad de organización y opinión, división de poderes, alternancia en el gobierno y un sistema jurídico generalmente respetado, con la excepción de Cuba, Venezuela y Nicaragua, aunque de manera muy accidentada y precaria, e incluso reciente, existe en la mayoría de los países. En este contexto, ¿qué tan sólida es la democracia mexicana?
A riesgo de exagerar, habrá que decir que, primero, la política mexicana es tragicómica pero conceptualmente es indefinible, inasible para definirla con precisión. Sí, en muchos aspectos la cultura mexicana es muy original, su política así parece serlo, y es a tal grado tan original que nunca terminamos por entenderla.
Y si su política es sui géneris, su democracia, si es que nos atrevemos a llamarla de esa manera, es una rara avis cuando la queremos explicar con las teorías políticas occidentales.
La democracia mexicana, y no tan solo partir del grotesco espectáculo moreno, aun para los nacidos en esta tierra pero agarrados de las teorías políticas occidentales, es una maraña de la que no se puede encontrar la punta de la madeja para mínimamente entenderla. No es gratuito que, entre muchos autores que hablan del tema, César Cansino, por ejemplo, habla del “Excepcionalismo mexicano”, para hablar de sus formas políticas incapaces de crear democracia.
Lo único seguro en esta discusión es que en México se hace política, pero democracia quién sabe.
Es decir, en México, de que se vota, se vota. De que en México hay partidos, los hay. De que hay tres poderes constitucionales, los hay. De que hay libertades, entre ellas, la de decir lo que uno quiera, las hay. Que se eligen autoridades, se eligen. Que hay leyes, las hay. Sí y sí a muchas cosas más de las que componen un sistema democrático. ¿Pero, cómo son, cómo funcionan, cómo...?
Lo que hizo Morena el fin de semana pasado fue un enorme y grotesco espectáculo antropológico y/o sociológico para intentar una interpretación más de lo que es esta creatura política, pero si queremos ver un ejercicio democrático clásico, a la manera occidental, no lo fue.
Lo que presenciamos fue, a pesar de la buena fe de varios miles de militantes honestos y convencidos de la democracia, una gran farsa orquestada desde sus diferentes niveles de gobierno. La maquinaria gubernamental morena en una bizarra combinación con militantes y ex militantes del PRI, PAN, PRD, Verde, PT -en Sinaloa con el PAS- forzó y acarreo a miles y miles de ciudadanos mexicanos a votar en la elección de sus delegados partidarios.
En el laboratorio más cercano a mí, el puerto de Mazatlán, aunque mediante los medios nos enteramos de muchos otros espectáculos antidemocráticos en todo el territorio nacional, el Gobierno municipal obligó a todos sus empleados de confianza a ir a registrarse a Morena y a votar por “El Químico” Benítez. Tan solo a los funcionarios de la Jumapam les pidió que le acarrearan 500 personas, y así por el estilo en todo el País. Fue una operación de Gobierno porque quieren convertir a Morena en un partido de Estado, en el que su base principal de operaciones sean los funcionarios y empleados de Gobierno. Y les funcionó.
López Obrador dice que participaron y se afiliaron 2 y medio millones de mexicanos. Ricardo Monreal comenta que eso es matemáticamente imposible en unas cuantas horas, con pocas casillas y por el método que se utilizó para votar. Parece que tiene razón. Al margen de eso, la inmensa mayoría de los acarreados de Gobierno participaron para preservar su chamba y no por ninguna convicción ideológica o política. ¿Aquí hubo libertad de participación? Por supuesto que no. Hubo coerción, chantaje, soborno.
¿Cómo construir un partido democrático, justiciero y de izquierda de esta manera?