Desde que llegamos hubo algo en el ambiente, en el aire, en la iluminación. No sé. Algo que no me gustó.
Estoy segura que me vi un poco incrédula cuando me dijeron que el cuarto estaba a mitad de precio, porque era en la zona dorada, porque el hotel tenía alberca y porque pertenece a una cadena importante.
Pero tampoco eran vacaciones, no había puente largo y era un día regular entre semana.
“Total, ya estamos aquí”, le dije a mi acompañante, y me sentía un poco tranquila porque con este viaje a Mazatlán había amarrado la información necesaria para terminar un trabajo final de un curso que para mi era realmente importante y también para mi carrera, aunque desde hace semanas ya me tenía muy harta.
También fue un buen momento para probar en carretera la Liberty usada que acaba de comprar mi madre.
Para que se imaginen el cuarto, el piso era color guinda oscuro, con unas tenues líneas blancas que dibujaban la figura que se asemejaba a una cruz con las puntas redondas y un cuadrado en medio.
Las paredes gruesas, de enjarre con textura gorda y tosca.
Había una cómoda, la pantalla de plasma 30 pulgadas empotrada y una cama matrimonial con pesadísimas bases de madera de pino antiguas y ruedas en las puntas para poder moverla de ser necesario.
Me di cuenta que los otros muebles de madera estaban pintados como si al chalán se le hubieran acabado las ganas de hacer el trabajo o que lo hubiera hecho un novato.
Se podían notar los brochazos desparpajados del barniz, la mala pintada de fondo y una que otra área tersa, sin lijar o cepillar.
Dentro del baño, igual, la puerta con un pegoste de madera que obvio no debería estar ahí. Todo encimado, clavado sin mucho talento y pintado peor que el resto de la pieza.
Sin embargo todo cumplía con sus funciones, estaba limpio. El aire integral helaba y tanto el baño como la alberca se miraban muy limpios.
No voy a poder olvidar en mucho tiempo que el jabón olía espectacularmente a naranja con avena, porque mi compañero casi grita desde la habitación de enseguida, muy sorprendido al darse cuenta.
No sé mucho de arquitectura, pero me imagino que el edificio podría haber sido construido o remodelado por última vez en los años 70 u 80.
Pareciera como esas villas mexicanas que pintan los gringos en las películas, y afuera, en un balcón-pasillo de casi dos metros de ancho, hay unas gigantescas poltronas en las que fácilmente uno puede quedarse dormido.
Salimos por la noche a tomar un trago, pero nada alocado. Más bien sólo para saludar a viejos amigos que viven en el puerto y platicar sobre las últimas noticias del trabajo y los colegas.
Unos pedazos de pizza, papas fritas con aderezo ranch y un par de tarros de cerveza porque mi acompañante ya no bebe igual que antes.
Nos dispusimos a marcharnos antes de la medianoche; lo hicimos a pie, porque estábamos muy cerca del hotel.
Recuerdo que la música viva, rolas clásicas para gringos, sonaba muy cerca de la habitación y me imaginaba a las notas escabulléndose entre los milimétricos espacios de los marcos de aluminio y el vidrio y los poros de la persiana y la gruesa cortina beige.
Nunca abrí la ventana, porque la vista era a un callejón junto al hotel.
Entonces, tras una leve plática, el sonido familiar de la película de Harry Potter que más he visto -El Cáliz de Fuego-, unos tragos de refresco de manzana y el frío potente del aire integral, fui quedándome dormida, con las sienes hundidas en la suavidad de un almohadón largo y el calor de un cobertor al que me acostumbré después de un par de raspadas.
Calculo que primero me desperté cerca de las dos de la mañana, después de que dieron ganas de ir al baño por el tarro y el refresco.
Apenas me recosté de nuevo, pensé en volver a prender la tele, pero me sentí muy cómoda, porque la dureza del colchón había cedido y mi espalda se sentía descansada.
La pesadez de mis párpados ganó fácilmente el duelo de vencidas a mi curiosidad y volví a retomar el sueño.
Luego sucedió lo que les quería contar: ¿han sentido cuando dicen que se sube el muerto?
Mi mente estaba consciente, pero mi cuerpo seguía dormido, sin fuerza. Por más que quería gritar y pedir ayuda a mi compañero en el cuarto de junto, no pude. Sólo era un esfuerzo en vano, hacia dentro, hacia un vacío, hacia mi misma, que también me desgastaba.
La sensación me provocó un miedo que ya elevaba mi presión arterial y era tan obvio que casi podía ver en la pantalla oscura que se nos forma en la mente cuando cerramos los ojos, una especie de electrocardiograma, con los picos muy pegados y altos. Pum... Pum... Pum... y luego cada vez más rápidos, pum, pum, pum. Pum-pum-pum, pumpumpum.
Era algo malo, pero sabía que no era sólo esto, pensaba que faltaba lo peor. Lo sentía así, porque tenía los vellos erizados, y desde mi rostro se me resbalaba el miedo como un líquido espeso, dejando una sensación helada que recorría mi espalda, mi pecho, hasta mis muslos y pies.
Me vi ahí acostada, en medio de la cama matrimonial, desde el cuello, hasta los pies rígidos. Alcancé a ver cómo mis pulgares levantaban el cobertor como la carpa de un pequeño circo de dos pistas.
Luego pude ver entre la oscuridad, más allá de mis pies, cómo se dibujó una línea de luz en el pasillo que empezaba de mi cama, hacia la derecha y daba a la puerta principal de la habitación.
Era la puerta que se abría con un leve rechinido. Luego escuché un par de pasos suaves.
“Buenas noches”, dije aterrada.
“¿Quién es?”.
No recibí respuesta inmediata. Apenas podía ver que la sombra se alargaba, conforme adentraba a la habitación.
“¿Hola?”, casi grité.
Entonces dejaron de escucharse los pasos, justo antes de cruzar el umbral. Pero ya podía verla.
“Ah, ¿estás despierta?”, me preguntó una voz femenina que no reconocí.
“Soy la enfermera. No le quito mucho tiempo”, dijo.
Y avanzó con seguridad, vestida de colores claros que no pude identificar por la tenue oscuridad de la habitación, pero sí identifiqué su cofia.
Me imaginé que hizo lo mismo antes en el cuarto de mi compañero, que cruzó el cuarto y lo tomó del antebrazo, luego de la muñeca. Que después de unos segundos chupó los dientes, renegando porque estaba vivo.
Por eso ya estaba ahí, porque era mi turno.
Se posó junto a mi cama, me destapó lentamente y me levantó el brazo izquierdo. Me apretó la muñeca y esperó unos segundos, buscando mi pulso.
“Ah, tú también estás viva”, dijo. “Ni hablar. Afuera hay muchos enfermos que tendrán que esperar”.
Cuando terminó la frase, el miedo me provocó un colapso en el cuerpo, pero no pude gritar, sólo me salió un leve pujido que fue suficiente para llamar su atención.
Las lágrimas comenzaron a huir de mis ojos casi a chorros, y no dejaba de mirar fijamente a la pared del lado contrario a donde estaba ella.
Pero la enfermera se acercó tanto a mi rostro que pude darme cuenta de varios detalles, como que era una anciana, con el cabello blanco y la piel color ceniza, con muchas arrugas, la mayoría horizontales, no verticales.
Y lo peor, es que en el lugar donde deberían ir sus ojos, sólo había un par de cuencas profundas y oscuras.
En ese momento escuché que tocaban la puerta y eso me sacó del trance.
Salté de la cama para poner la atención en la puerta otra vez, sin voltear atrás.
Pregunté quién era y me respondió mi compañero.
Salí un poco a revisar el pasillo y mirar si no había gente enferma afuera, camillas o sillas de ruedas que hasta me pareció oír cuando la enfermera me visitó. Me di cuenta que ya había amanecido.
Nos metimos a la habitación y no había nadie. Entonces intenté dormir otro poco, porque estar acompañada me dio la tranquilidad para recuperar el sueño.
Después de unos minutos de haber encendido la tele, mi compañero desinteresado me preguntó que si estaba todo bien.
Y yo, entre dormida y despierta, le dije que sí, que ella sólo había venido a revisar si estábamos vivos.