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LA RAMBLA

Me mudé dos veces, pero algo nos siguió

En esos días, comenzó a ser algo común que Pablo, el más grande de mis hijos, sufriera de insomnio.

Nos llamaba muy seguido, porque su hermanito, que era un bebé de meses, se despertaba en la madrugada, llorando.

“¿Qué te pasa?”, le preguntábamos.

Él ya tenía cuatro años.

“¿Qué le haces a tu hermano?, ¿por qué no lo dejas dormir?”.

“No, mamá, no soy yo. Es el payaso”.

En ese entonces vivíamos en una casa que rentamos en la colonia 4 de Marzo en Culiacán, a finales de la década de los 90.

El muñeco era un payaso que le compramos desde que él había nacido, de esos de telas, rellenos de borra, no medía más de 25 centímetros, con ojos y dientes grandes y una mirada que ahora que lo recuerdo, resultaba un poco perturbadora.

Ya teníamos problemas con ellos. Pablo siempre que lo llevábamos al kínder se quejaba de que había dormido mal, que ese payaso lo molestaba.

Fue tanta la molestia que le causó que un día decidí tirarlo a la basura. Pensé que ya había sido suficiente.

Pasaron unos 15 años en calma, hasta que ocurrió otra cosa extraña.

De repente yo empecé a sentir que me miraban, que me observaban, pero yo no hacía nada, simplemente me quedé callada y lo decidí por no asustar a mis hijos, que ya eran tres, y al papá de mis hijos.

Pero en una ocasión, yo lo noté nervioso, le pregunté que si qué le pasaba.

”Nada, es que me asustaste”.

Me le quedé viendo e insistí: “¿qué te pasa?”.

“Nada”, me dijo.

”No, ahora me dices”, le reclamé.

“Es que no te he querido decir, pero yo he sentido que alguien nos observa, he sentido una presencia en la casa, pero no he querido decir nada”.

”Yo también”, le dije, “pero no te quería decir para que no te asustaras”.

Entonces decidimos hacer algo: conocíamos muy bien a un padre que oficiaba misa en la parroquia de esa colonia, hablamos con él y no fue precisamente un exorcismo, pero realizamos algunas sesiones familiares de rezo que nos tranquilizaron. Todo quedó como si nunca hubiera pasado nada.

A mitad de la primera década del año 2000, nos mudamos a Azáleas, un residencial que se ubica cerca de la Universidad Autónoma de Occidente, yendo a la salida norte de Culiacán.

Es una casa grande, de dos pisos, con varias habitaciones, estancia, estudio y una cochera para dos vehículos.

Cuando nos quedamos solos mis tres hijos -dos varones y una nena- y yo, comenzaron a ocurrir nuevamente cosas extrañas.

Quizá fue después del divorcio que nos unimos más que nunca y nos contábamos todo lo que ocurría en nuestras vidas.

Recuerdo que cuando todo comenzó a ponerse extraño fue una ocasión en que Pablo, el más grande, me dijo: “oye mamá, ¿no te parece que algo está pasando en la casa?”.

“No”, le dije yo. Pero el resto, Luis y Mariana, coincidieron: “sí, mamá”.

”¿Y por qué no me habían dicho?”.

”Es que pensé que ya te habías dado cuenta”, dijo Pablo.

Un día, Mariana estaba en su cuarto con la puerta abierta. Saliendo de su puerta, para bajar las escaleras, tiene que avanzar por pasillo y cruzar frente a la puerta de la habitación de sus hermanos.

Ella escuchó que Pablo la llamó desde la planta baja y respondió. Luego salió de su habitación y se enfiló hacia la escalera cuando pasó por la puerta de sus hermanos, escuchó nuevamente a Pablo: “Hey, ven para acá”.

“Es que tú me hablaste, de allá de abajo”, dijo Mariana.

“No, no fui yo, ni Luis, también escuchamos que te hablaron, pero no fuimos nosotros”.

Luego, a Mariana comenzaron a notar que se le extraviaron algunas prendas, le cerraban las puertas del closet, le azotaban la del baño. Era normal que siempre buscara un zapato o un huarache para completarse un par.

En una ocasión, la novia de Pablo, quien de vez en cuando se quedaba a dormir en la habitación de Mariana, sentía que le jalaban los pies o le quitaban la sábana; le abrían la puerta de la recámara o se movían cosas sin una explicación lógica.

Otra vez, Luis llegó de madrugada a la casa después de una noche de cervezas con sus amigos, se preparó cena y se fue a dormir. Esa noche sólo dormimos en la casa yo y él, porque Pablo ya se había casado y Mariana se había ido de pijamada con una prima a casa de mi hermana.

Al mediodía siguiente lo desperté para ofrecerle desayuno, pero cuando se arregló vio en la mesa sólo dos platos servidos, y me preguntó por su hermana.

”Ella no está”, le dije.

”¿A dónde se fue?, ¿madrugó?”, cuestionó.

”No, no madrugó. Desde ayer se fue de pijamada con tu tía”.

Luis se puso serio y bebió un trago de agua con los ojos bien abiertos.

”¿Por qué?”, pregunté yo.

”Es que anoche yo platiqué con ella, mamá”, dijo con tono serio y preocupado.

“Hasta ese momento no había pasado algo que realmente nos preocupara, siempre fueron cosas que podíamos dejar pasar.

Hace como unos cinco años, era común despertarme y sentir que alguien se recostaba en mi cama, que alguien salía de mi habitación o esas cosas que me parece le ocurren a la gente con cierta normalidad. Cuando sentía esa sensación, que comenzaba a encenderse el terror por dentro de mí, me ponía a rezar y podía controlarlo.

Pero todo se agravó una vez que Mariana apenas pudo ir a la escuela porque se desveló, no pudo dormir, se estuvo despertando a cada rato y al día siguiente, cuando la llevaba a la escuela, me platicó: “soñé a una niña, de mi edad, que creo que es la que está en la casa con nosotros”.

Me contó que en esa noche soñó que se tomaba selfies, que al revisar la fotografía, la niña aparecía a sus espaldas, pero nunca pudo verle el rostro.

Todos los que tuvieron algún encuentro con esa niña coincidieron que era muy parecida a Mariana, sólo que de menor estatura.

La que hoy es esposa de mi hijo mayor, nos contó que una vez que se quedó en casa, salió a llamarle a Mariana, se metió a su recámara y la vio con el uniforme de preparatoria de la UAS, pero no le tomó importancia ni a eso ni a la estatura.

Regresó a la cama a dormir, pero le pareció extraño haberla visto después de que escuchó que el portón se cerraba luego de que nos fuimos.

Algo desesperada, una vez yo grité en mi casa cuando estaba sola: “oye, todo está muy bien, pero no chingues. Te hemos permitido estar aquí, porque no ha pasado nada, pero ya en el momento en que tú has empezado a dañar a mis hijos, hasta aquí llegaste”.

Lo dije con valentía, pero me aterraba pensar en que podría aparecérseme, y en ese momento decidí llamarle a un amigo que tuvo formación de sacerdote y que hoy es maestro.

Me gusta pensar que esa niña fantasma escuchó que estaba pidiendo ayuda contra ella por teléfono, porque desde ese momento ya no volvimos a sentir nada.

Ese tema era común que yo lo tocara en mi oficina, mis compañeros sabían que algo vivía con nosotros, que era una niña.

Hace poco tiempo entró a trabajar una compañera con la que hice química rápidamente. Se integró al grupo y llegó a platicarnos de todo un poco.

Unas semanas después de que les conté cómo había corrido a ese ente de mi casa en Azáleas, ella me llamó.

“Lucía, tengo algo que decirte”, me dijo antes de siquiera saludarme.

”Sabes, justo atrás de tu casa se acaba de mudar mi mejor amiga”.

”¿Ah, sí?, no sabía”, respondí.

“Sí, por la calle detrás de tu casa se acaba de cambiar. Ella es mi mejor amiga, y el otro día fui para allá con ella, porque le estuve ayudando a descartar algunas de sus cosas, porque está embarazada...”.

Me contó que un día, su mamá y mi amiga estaban en la cocina de esa casa nueva, platicando de muchas cosas, cuando de repente ella volteó y miró una niña a mitad de la sala; se impresionó, volteó para llamarle a su mamá que estaba de espaldas al lugar, y cuando ambas volvieron a mirar la sala, esa niña ya no estaba.

Era una niña, más o menos, entre 13, 14 años de edad, me relató, con las mismas características de la misma niña que yo le había contado que se aparecía en mi casa.