Se han cumplido 17 años desde que Felipe Calderón lanzó las operaciones militares bajo el argumento de fortalecer la seguridad pública. El mismo que sostiene la reforma constitucional de López Obrador que entregó la Guardia Nacional a la Sedena. Los tres últimos sexenios confirman que la alternancia en la Presidencia es a la vez un periodo de consistencia expansiva hacia la militarización. Tres presidencias que representan a tres diferentes partidos, cuyas ideologías pueden diferenciarse en muchos aspectos, pero no en la preferencia por el endurecimiento en la seguridad, anclándose la política federal en un doble relato que se retroalimenta: debilitamiento civil y fortalecimiento militar.
La reforma de López Obrador culmina el tránsito iniciado más atrás, en 1996, cuando la Suprema Corte validó la constitucionalidad de los asientos de los titulares de Sedena y Semar en el Consejo Nacional de Seguridad Pública, decisión que algunos entendimos, desde entonces, como el pavimento del camino hacia la militarización. La Corte dispuso una relación de subordinación militar a la autoridad civil en tareas de seguridad pública, pero desde entonces un grupo de investigadores entendimos que eso no iba a suceder, dado que ya podíamos confirmar la amplia autonomía operativa en el despliegue militar, misma que observábamos de primera mano. Por eso desde 1994 dijimos no a la militarización de la seguridad pública.
La reforma de López Obrador puede ser leída como la conclusión de un ciclo de 30 años que configura el estrepitoso fracaso del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Si hubiera dudas de esta afirmación, léase la exposición de motivos, donde se reitera la debilidad de las instituciones civiles de seguridad, misma que el Sistema mencionado iba a resolver, según la ley que lo creó. Así, una vez más, se desnuda lo que he llamado la trampa de Estado que asegura la debilidad crónica de la policía civil para así justificar la intervención militar, generando un círculo vicioso que, por lo mismo, desincentiva el fortalecimiento civil. Parte de este relato implica, además, invisibilizar en la narrativa presidencial de cada sexenio las mejoras que algunas policías locales logran, incluso de gobiernos de su mismo partido político.
A partir de este contexto, presento cinco tesis para interpretar los motivos no declarados de los cambios constitucionales en curso:
1. No estamos ante una reforma a favor de la seguridad, estamos ante la reorganización política y administrativa del Estado, orientada por una ideología militarista que ha colocado a las instituciones militares como uno de los sostenes fundamentales de la nueva hegemonía. Hemos publicado múltiples textos afirmando que esta ruta militar no está fundamentada en el impacto a favor de la seguridad y por años nos hemos preguntado a dónde iba todo esto. Ahora lo entendemos, una vez que se han quitado las restricciones constitucionales para las tareas de las instituciones castrenses, incluso más allá del ámbito de la seguridad. Estamos nada menos que ante la reconfiguración estructural de la relación entre el poder civil y el militar, contrayéndose el primero y amplificándose el segundo.
2. La reforma de López Obrador no deriva de una ruta de Estado a favor de la seguridad, sino de la ausencia de esta. El Estado mexicano transita en el extravío, dado que los partidos políticos no han construido un proyecto precisamente de Estado que estabilice la ruta de su modernización bajo los cuatro parámetros principales de la reforma democrática de la seguridad: atención prioritaria al ciudadano, respeto a la ley, respeto a los derechos humanos, y transparencia y rendición de cuentas. No es necesario ir más allá para comprobar esto, basta mirar el intercambio de posturas de los gobiernos, sus partidos políticos y sus voceros en turno, a favor de la militarización cuando están en el poder, en contra cuando están en la Oposición. Exhiben, sin vergüenza alguna, que su postura no tiene que ver con un compromiso real a favor de lo que sí funciona para construir seguridad.
3. La reforma se desnuda también como una estocada quizá final al federalismo en seguridad pública, enterrando el Modelo Nacional de Policía y Justicia Cívica aprobado por el Consejo Nacional de Seguridad Pública en 2019, plataforma que priorizó el fortalecimiento local y la intervención subsidiaria de la Guardia Nacional y de las instituciones castrenses. Fuera máscaras, ese modelo se aprobó cuando el Ejecutivo federal ya caminaba por la reducción progresiva de los fondos federales para el fortalecimiento local. Estamos ante una reorganización política y administrativa que centraliza en la Presidencia y en las Fuerzas Armadas el más potente instrumento de uso de la fuerza, ahora con autorización para el despliegue permanente. Instrumento, además, en acelerado crecimiento. Desde el Programa de Seguridad Ciudadana de la Ibero CDMX avisamos cuando el pie de fuerza militar en tareas de seguridad pública rebasó al número de efectivos de las policías civiles, proceso que esperamos se verá acelerado aún más de inmediato.
4. La reforma niega su identidad militar y a la vez se soporta en ella. La columna vertebral de la narrativa que desde Calderón a la fecha justifica esta ruta es la misma: la disciplina militar. Bien mirada, esta es la palanca que enseña el incentivo profundo político y social a favor de la militarización: recargar en la disciplina el mayor uso de la fuerza posible. Mientras la seguridad ciudadana apuesta por policías competentes en la resolución de conflictos, en múltiples metodologías de prevención y en la investigación de delitos, el perfil policial militar prefiere la disciplina sobre esas competencias profesionales, lo cual nos regresa al soporte militar de un proyecto político que asegura sus correas de lealtad, precisamente, asegurando esa disciplina.
5. La reforma no se preocupa por demostrar su fundamento en la eficacia. Leímos la exposición de motivos y nos costó mucho creerlo; luego de 17 años de despliegue militar, no se incluyó ahí evaluación de impacto favorable a la intervención militar. Hicimos un análisis del discurso en el texto; la iniciativa, según se lee, “responde a la necesidad de que el Poder Ejecutivo cuente con una herramienta flexible y eficaz para enfrentar amenazas tanto a la seguridad pública como a la seguridad nacional”. Con mis estudiantes venimos confirmando desde Zedillo que estas palabras son prácticamente idénticas en la lista interminable de modificaciones legales y reorganizaciones institucionales, siempre repitiendo que la ampliación de poderes y recursos, en particular para usar la fuerza, nos dará mayor seguridad, pero nunca comprobándolo con evaluaciones de impacto. Un colega me explicó: “no necesitan comprobar nada en la ruta militar, siempre que les funcione culpar a las autoridades civiles y a los gobiernos anteriores”.
En un conversatorio, Rut Diamint, reconocida especialista en lo que ella ha llamado la “Remilitarización de América Latina”, nos explicó que en la región no existe un consenso que entienda el fenómeno como parte del debilitamiento de la democracia. En efecto, la reforma constitucional que ha retirado el límite que desde 1857 en México contenía a los militares, apenas ha provocado un cuestionamiento marginal.
Se ha aprobado una profunda reforma política en clave militar que, vestida como reforma en seguridad, en estricto sentido no fue deliberada ni como lo que es ni como lo que se dijo que es.
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@ErnestoLPV
Animal Político / @Pajaropolitico