Habría que entender en perspectiva histórica lo que significa para México la entrega de la Guardia Nacional a la Sedena. Es un error mirarlo sin apreciación profunda y amplia del contexto que le da sentido. No es un evento jurídico o administrativo solamente, como parecen interpretar muchas personas; nada de eso. Es un hecho político precisamente de proporciones históricas que puede representar la más acabada expresión de la relación del Estado y la sociedad en México con la seguridad, a su vez anclada al paradigma hegemónico que la asocia al uso de la fuerza.
Las tareas policiales en el mundo moderno iniciaron en manos de los ejércitos y evolucionaron en algunas democracias hacia la institucionalización civil, a su vez asociada a paradigmas de seguridad que colocaron en el centro la protección y el servicio a la ciudadanía. Cuando la función policial regresa a manos militares estamos ante una regresión centenaria, nada menos que eso. Este salto al pasado es posible cuando ninguna fuerza política y tampoco las sociedades se hacen cargo de consolidar el control civil de la función.
La entrega de la Guardia Nacional a la Sedena es un evento de raíz estructural profundísima. Es la culminación de una ruta donde las fuerzas políticas formalmente representadas decidieron no invertir su capital en la llamada reforma democrática de la policía, cuyo estándar principal, inspirado en el especialista David Bayley, asegura que esa función priorice la atención a las personas, rindiendo cuentas ante ellas, antes que proteger y rendir cuentas a las instituciones del Estado mismo.
La clase política y la sociedad en México, en su inmensa mayoría, ni siquiera imaginan esto posible, de manera que no encuentran un relato creíble donde las instituciones policiales en efecto atan su desempeño a estándares de servicio -las excepciones son emergentes, mínimas y frágiles-. Esto es parte de un círculo vicioso: sin un relato político propio de una reforma policial democrática, la sociedad espera y exige lo único que imagina: el uso de la fuerza, actitud que, a su vez, pavimenta la evasión de la clase política que se sale con la suya.
No puede haber “instituciones responsables de hacer cumplir la ley” -así se denomina a la policía por convención internacional- donde el sistema político y la sociedad no se han comprometido con el Estado de derecho. ¿Alguien lo duda? La contradicción es evidente y resulta en la manipulación política de la función policial, alejada sistemáticamente de la profesionalización que le daría solidez y respeto desde “arriba” y desde “abajo”.
Justo quien suele tenerlo más claro son las personas en tareas policiales porque son las que sufren directa y cotidianamente una relación jurídica crónicamente frágil con el Estado, sobreviviendo el día sin tener claro lo que vendrá mañana en sus condiciones de trabajo (los relatos suelen ser devastadores). Como lo es el sinsentido más terrible de todo esto: la policía sobrevive su propia desprotección y de ella esperamos protección.
Y aquí viene una clave esencial para entender todo esto: la reforma policial democrática invierte muchísimo en desarrollar la autonomía del criterio profesional del personal policial en terreno, dotando a este de las mejores herramientas posibles para ofrecer el servicio más adecuado en función del escenario concreto (que en muchos casos implica gestionar la canalización de la atención a otros servicios), justo al revés de lo que hace la militarización de la función, donde la disciplina se impone como criterio de lealtad que funciona “mirando hacia arriba” para obedecer, en lugar de “mirar de frente” para comunicarse (Bayley).
Doscientos años de nación independiente y la función policial federal es militar. Es la versión previa a la democracia. Es el perfil policial propio de otro tipo de régimen.
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@ErnestoLPV
Animal Político / @Pajaropolitico