La política del resentimiento

    La ira se ha convertido en una herramienta política. Los gobiernos, en lugar de buscar la paz y la felicidad de sus ciudadanos, alimentan la división y azuzan el resentimiento social para consolidar poder.

    La ira, en tiempos recientes, ha desplazado a la inteligencia y la razón como herramientas de gobierno. Este cambio representa un peligroso retroceso en la calidad del debate y la gestión pública, donde la confrontación y el arrebato emocional se han impuesto sobre el análisis y la deliberación serena. Cuando la ira se erige como el motor de las políticas y discursos, se sacrifican la capacidad de diálogo y la búsqueda de soluciones equitativas. Las decisiones dejan de responder a un interés común y se convierten en actos impulsivos que, aunque aplaudidos por las masas enardecidas, erosionan las bases de una sociedad fundada en la comprensión y la cooperación. Gobernar desde la ira es ceder al impulso de la división, mientras que la razón exige un esfuerzo mayor: el de tejer puentes y mantener la cohesión en medio de la diversidad.

    Vivimos en un tiempo que desafía la lógica de los sueños antiguos. La ciencia, que una vez fue el oráculo de nuestra esperanza, ha estirado los límites de la existencia humana, dándonos vidas más largas y, en muchos casos, más cómodas. La tecnología, por su parte, ha tejido un tapiz invisible que nos conecta al instante, sin fronteras ni barreras. Sin embargo, en este mundo de avances, de permanentes promesas de progreso, se oculta un eco discordante: la ira. Una ira que no es solo un grito individual, sino el murmullo ensordecedor de una sociedad al borde de un colapso emocional.

    El gobierno de la ira

    La paradoja de nuestra era es desconcertante: los avances tecnológicos, la conectividad constante y una vida más larga conviven con una furia que arde en el discurso público y en las calles. Este fenómeno, que podría llamarse “el gobierno de la ira”, es más que una simple expresión de descontento; es el reflejo de una sociedad desgarrada que, aunque conectada, está emocionalmente desvinculada.

    Este es el tiempo de la ira, donde las redes digitales se han convertido en coliseos modernos, donde la palabra es la lanza y el anonimato, el escudo. Cada interacción, cada comentario, se mide no por su verdad, sino por el impacto que genera, por la intensidad del choque. Hemos confundido la voz con el ruido y, en ese proceso, la furia ha encontrado un hogar.

    Lo preocupante es que, lejos de ser un fenómeno natural o espontáneo, esta ira se ha convertido en una herramienta política. Los gobiernos, en lugar de buscar la paz y la felicidad de sus ciudadanos, alimentan la división y azuzan el resentimiento social para consolidar poder. La narrativa del “ellos contra nosotros”, una retórica que separa a los que tienen de los que no, se ha convertido en el combustible que alimenta la polarización afectiva. Y es aquí donde la contradicción alcanza su punto más agudo: un gobierno que debería ser garante de la armonía, se convierte en arquitecto del encono.

    En nuestro país, la exaltación de las mayorías y la estigmatización de las voces críticas han avivado una atmósfera de resentimiento. Las palabras de los líderes se convierten en sentencias que dividen, donde aquellos que piensan diferente son catalogados como enemigos del “pueblo”. La ira, así promovida desde el poder, se convierte en un medio para mantener el control, explotando los agravios históricos de desigualdad y corrupción en beneficio de una causa política egoísta, interesada y facciosa.

    El uso de la ira en el discurso público no solo es una táctica de control; es una forma de silenciar la disidencia y desviar la atención de problemas profundos que requieren soluciones más complejas que una confrontación simplista. La ironía radica en que, mientras se promueve la división, se desmantelan los puentes necesarios para construir un futuro compartido y verdaderamente democrático.

    Para revertir este ciclo, es fundamental recordar que la democracia y el bienestar no se forjan desde la confrontación sino desde la construcción de empatía y entendimiento. El gobierno, lejos de ser un provocador de conflictos, debe ser un mediador que busque la reconciliación y la justicia social sin sacrificar la cohesión. La verdadera prosperidad de un pueblo radica en su capacidad para reconocer las diferencias, no para explotarlas.

    Es urgente reconocer los peligros de la ira utilizada como herramienta de poder y exigir un retorno a la política como arte de la conciliación. Si no lo hacemos, la era de la ira se convertirá en la era de la pérdida: pérdida de diálogo, de entendimiento y, finalmente, de la democracia misma.

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    El autor es especialista en materia político-electoral, comunicación política e innovación

    @RobertHeycherMx

    Animal Político / @Pajaropolitico