La ciencia estudia, comprende, explica y aplica el conocimiento que adquiere sobre el mundo y sus fenómenos; el arte, en cambio, aprecia y admira la belleza, aunque no pueda comprenderla racionalmente y permite que aflore una gran variedad de sentimientos y emociones.
Sin embargo, a pesar de que tienen diferentes miradas y visiones, no existe rivalidad ni lejanía entre ambas disciplinas. La ciencia no repudia el arte, ni el arte discrimina a la ciencia; por el contrario, puede darse una plena cópula entre ambas.
Leonardo da Vinci, quien falleció el 2 de mayo de 1519, es un claro ejemplo de lo afirmado anteriormente. No solamente es reconocido por sus pinturas, mural y esculturas, puesto que bosquejó más de 30 mil dibujos de creaciones, fenómenos, ideas e inventos revolucionarios. De hecho, de acuerdo con el historiador George Sarton, el nacimiento de la ciencia moderna está íntimamente ligado al influjo de Leonardo.
De Miguel Ángel Buonarroti, por ejemplo, se exalta también su conocimiento anatómico mostrado en el cuello de la escultura del David, pues evidencia la yugular distendida por la excitación del combate que entablará contra Goliat.
Estas comparaciones vinieron a mi mente al escuchar la belleza de la Segunda Sinfonía de Alexander Borodin, la cual fue interpretada por la OSSLA el jueves, en el Teatro Pablo de Villavicencio. Sabemos que este compositor ruso fue un eminente químico y médico (prácticamente no ejerció la medicina), pero eso no evitó que brillara también en el arte, aunque no le dedicara el tiempo suficiente: “Yo soy un músico de los domingos”, escribió a Franz Liszt en 1880.
El alma rusa transpira en toda su sinfonía, sobre todo en el primer movimiento y en el majestuoso final, sin desdeñar la ensoñadora melodía del andante.
¿Cultivo el arte y la ciencia?