8 mil millones y la soledad

    Hace unos días la población mundial de seres humanos llegó a los 8 mil millones (8000,000000), y aunque este número es enorme en sí mismo, se comprenderá mejor su magnitud si se recuerda que hace apenas 100 años éramos 2 mil millones de personas: en un siglo se ha cuadruplicado el tamaño de la humanidad. Y aunque cada uno de nosotros somos importantísimos para nosotros mismos y para el reducido grupo que forman aquellos que nos quieren, para la humanidad solo representamos el 0.000000000125, es decir, cada uno no es sino un poco más de una diez mil millonésima parte de la humanidad o, si se prefiere, somos un 1 después de nueve ceros.

    Somos tantos y sin embargo hay tan pocos. Somos tantos y sin embargo hay tantos que se sienten solos: tantos y tan aislados. Tantos con tan encontradas formas de representarse el mundo. La demanda de alimentos, servicios y bienes es tal que el anchuroso mundo resulta poco y la sustentabilidad va, obviamente, en caída libre.

    Pero detengámonos un momento en una de las muchas paradojas que brincan cuando se contempla la estratosférica cifra actual de seres humanos, porque nunca antes habíamos sido tantos y nunca tantos se habían sentido tan solos. Personas de la tercera edad cuyos últimos años o meses se consumen sin que nadie les haga caso o los visite; jóvenes con los ojos hundidos en la pantalla del celular o en alguno de los muchos artefactos que ofrecen una realidad virtual en la que del otro lado no hay nadie; hombres y mujeres que han elegido como compañeros de vida a alguna mascota a la que le cuentan sus cuitas y sus logros. Y es que no es simplemente gente sola, sino con el malestar de sentirse sola, porque la soledad es como la sed o el hambre: una molestia física que nos insta a hacer algo y que incluso, cuando se prolonga la carencia de ese algo, llegamos a experimentar dolor. La soledad es ese dolor por estar solos.

    Qué paradoja que habiendo tantos seres humanos, millones se sientan solos. Solos en el tumulto, solos en la promiscuidad. Solos en medio de tanta gente amurallada y millones sin las habilidades para establecer una relación, sin los recursos para entablar un puente hacia alguien.

    Tan fácil que parece salir a la calle, platicar con los demás, hacerse de algunos conocidos, formar una amistad, un romance, un vínculo solidario que nos permitiera atravesar un trecho de la vida juntos... pero son tantos y a la vez tan pocos, que en la práctica en medio de tantísimas personas no hay con quien. No hay uno por el cual valga la pena abrirse o, al menos, muchísimos prefieren no hacerlo después, por supuesto, de haber salido escarmentados varias veces por intentarlo.

    Frente a la paradoja del solitario engentado solo se me ocurren preguntas: ¿quién en la multitud del Metro, sofocado y con prisa, va a encontrarse con ese otro yo llamado alguien? ¿Quién saltando entre la multitud y ensordecido por una música que atruena va a escuchar siquiera el nombre del otro? ¿Quién se animaría a dejar su escondrijo, donde habita en un mundo virtual con todo a la mano, para aventurarse a la intemperie y descubrir que ha perdido la mínima facilidad de palabra para sostener una conversación, aunque sea pedestre? ¿A quién le puede importar la vida de uno si a uno no le importa la vida de nadie? ¿Cómo ser interesante para alguien si a uno no le interesa nada?...