Es ‘toda una aventura’ migrar con niños para subir a la Bestia
Guadalupe, su hermano, su cuñada y sus niñas, están sentados al amparo de una sombra, esperando a que termine de caer el abrasador sol de la tarde para seguir el sendero de las vías que los llevará hasta la zona del puente, en las afueras de Huehuetoca, donde un rumor que ha corrido como la pólvora asegura que ahí el tren bajará la velocidad y podrán abordarlo sin tanto riesgo.
“La niña a veces se cansa y se estresa. Y pues yo la entiendo, toda la selva del Darién la caminó completa de mi mano. Imagínate, todos los días caminando de 6 de la mañana a 6 de la tarde”.
—No mami, 6 de la noche —corrige con una sonrisa traviesa la niña de 6 años a su madre Guadalupe; una venezolana que migra con otro bebé de un año al que amamanta mientras habla, junto con su hermano, muy moreno alto y con el pelo a lo afro, y su cuñada, otra mujer de unos veintipocos que camina con muletas por las vías del tren conocido como La Bestia en Huehuetoca, Estado de México, luego de que semanas atrás se partiera una pierna cuando cargaba en brazos a su niña por la selva, en el famoso tapón del Darién entre Colombia y Panamá.
Guadalupe, de 26 años, morena de ojos verdes y pelo ligeramente a lo afro, ríe tras la corrección de su hija, también morena, de ojos intensamente verdes y pelo castaño a lo afro, y comienza a explicar que en el trayecto, además de mamá, ha tenido que aprender a hacer de psicóloga para proteger a la niña que aún no entiende muy bien por qué tuvo que dejar su escuela, amigos y familia, ni tampoco por qué tienen que esconderse en montes y milpas, huir de unos señores a los que llaman “migra”, ni por qué su mamá se pone a cantarle la canción de ‘palomita blanca’ cada vez que olía feo en la selva.
—Es que en esa selva se ven... cosas putrefactas— dice bajando mucho la voz Guadalupe, que tapa los oídos de la niña para decir que varias veces se encontraron cadáveres de personas que no resistieron más el camino y murieron en El Darién, selva a la que los migrantes venezolanos llaman “el infierno” por la gran dificultad para atravesarla y por la mafias y delincuencia que impera en la zona.
—Sí mami, se ven cosas difíciles— dice muy propia la niña, sin borrar la sonrisa traviesa.
Guadalupe cuenta que un día ella, su niña y el bebé, se quedaron los últimos del grupo. Ella llevaba unos zapatos que resbalan mucho y por eso tenía que caminar despacio, “haciendo el caminar del pingüinito”, para no resbalar con alguna piedra porque en todo el trayecto había mucho barro.
“De repente sentí un olor muy feo, y conforme avanzábamos era más y más fuerte el olor a podrido, hasta que nos encontramos de frente con el cadáver de un hombre”.
Guadalupe toma aire ante el recuerdo. Los ojos verdes se le humedecen.
“Traté de no ponerme nerviosa para no asustar más a la niña, y se me ocurrió cantarle una canción de cuna para distraerla y que no mirara el cuerpo”
“Palomita blanca, copetico azul / llévame en tus alas a ver a Jesús”.
La niña canta abrazada del cuello de su madre, que hace un esfuerzo enorme por no romper a llorar.
“Antes de entrar en la selva —continúa hablando Guadalupe ya algo más recompuesta— yo le dije: ‘mami, vamos a una aventura’. Los niños tienen mucha imaginación, y yo quería que viera este camino como eso, como una aventura; que lo recuerde como un juego divertido. Solo le dije que la única condición era que nunca me soltara de la mano y que me siguiera siempre a donde fuera. Que no se separara de mí.
Ahora está a miles de kilómetros de esa selva, pero los peligros no han dejado de acecharla en México, donde dice que han sido objeto de múltiples asaltos —no cargamos ni un real—, comenta entre divertida y resignada su cuñada—, de extorsiones de las autoridades de migración, y también de los abusos de gente sin escrúpulos que por un trayecto de 15 kilómetros, les ha llegado a cobrar 300 pesos por cada integrante de la familia para dejarlos prácticamente en el mismo lugar donde estaban en la frontera sur, en Chiapas.
Pero lo importante, prefiere ver el vaso medio lleno Guadalupe, es que ya están en el centro de la República. El ansiado norte ya está algo más cerca, aunque aún faltan cientos de kilómetros para Ciudad Juárez, el lugar al que, como miles de venezolanos, buscan llegar para entregarse a las autoridades de Estados Unidos para solicitar asilo político.
—¿Pero... cómo piensan subir al tren con dos niñas y un bebé?— les pregunta algo alarmado el periodista.
Guadalupe se queda mirando unos segundos un crucifijo de plata que lleva enredado en su mano derecha. Ella, puntualiza, es cristiana y no cree en las imágenes religiosas. Pero ese crucifijo se lo regaló una señora en Chiapas para que lo vendiera y sacara por lo menos unos mil pesos con los que comprar comida para su hija y su sobrina. Sin embargo, el gesto de la señora le tocó tanto el corazón, dice, que decidió no venderlo y llevarlo consigo durante el trayecto.
“La verdad, aún no sé muy bien,—encoge los hombros— con mi hermano lo hemos platicado varias veces, que cómo lo vamos a hacer, porque además mi cuñada tiene la pierna fracturada —dice apuntando a las muletas que carga la mujer—. Muchas veces ella nos ha dicho: ‘déjenme aquí y llévense a mi hija’. Pero siempre decimos ‘no, hemos llegado hasta aquí todos juntos, y todos juntos vamos a estar. Nadie se queda atrás, ni nadie deja a nadie. Estamos juntos hasta el final’”.
Aún así, Guadalupe asegura que ha aprendido en este camino a no preocuparse demasiado sobre el futuro, aunque éste sea tan inmediato como que en un par de horas, a eso de las 6 de la tarde, esperan que La Bestia pase muy cerca de donde están.
“Una semana atrás estábamos afligidos porque decíamos que cómo íbamos a cruzar México, que es un país muy peligroso y tan grande como todos los países juntos que ya dejamos atrás. Y mírenos, aquí estamos”.
Aunque, acto seguido, la mujer admite que sí hay algo que le preocupa mucho más que el hecho de tener que correr detrás de un tren de mercancías cargada con un bebé, una niña, pesados garrafones de agua y mochilas.
“El tren en sí no me da tanto miedo, quizá porque no conozco mucho. Lo que me da miedo son los niños. Sé que no nos van a robar, porque ya no traemos nada que nos puedan robar —ríe irónica—. Pero mis hijos... ese es mi mayor miedo. Me da pánico que les quieran hacer algo, que me los quieran quitar. He visto en internet que eso pasa mucho en México”.
Por ejemplo, expone a continuación, un par de noches atrás estaban en la terminal de autobuses de Oaxaca, a unos cientos de kilómetros al sur, cuando se percataron de que un tipo “estaba todo el rato pendiente” de la hija de Guadalupe, “y luego persiguió a una muchacha que venía con nosotros hasta el baño”, por lo que tuvieron que resguardarse juntos hasta que el bus —del que luego los bajó Migración— salió a la mañana siguiente.
Ante el recuerdo, Guadalupe mira a su bebé, que sin dejar de mamar le devuelve una mirada fija y curiosa a su madre.
“Sé que habrá quien diga... ‘¡ay, qué mujer tan egoísta!’ —reflexiona la migrante sin dejar de mirar al niño—. ‘¡Cómo expone así a sus hijos!’ Y pues sí, puede que sea egoísta, pero yo no puedo irme y no estar sin ellos. Y tampoco puedo quedarme en mi país, porque allá usted ya no puede decir nada sin que lo metan preso o lo maten. ¿Entonces, qué hago?”, pregunta retórica.
“A toda esa gente —se responde con el ceño fruncido— lo que le digo es que es mi responsabilidad cuidarlos. Sé que la hemos pasado muy difícil, y que mi hija está viendo y pasando cosas que no debería, como dormir en la calle o en el monte. Pero hago todo lo que puedo para protegerla. Y, hasta ahora, Dios no nos ha desamparado y aquí estamos. Listos para subir a ese tren como sea”.
Migrar con 7 hijos para tomar el tren y subir a la Bestia
A eso de las 5 de la tarde, las vías en Huehuetoca se convierten en un hormiguero de migrantes. De los árboles, malezas y de los arbustos altos que crecen alrededor del sendero de hierro comienzan a salir personas por todas partes que estaban escondidas de migración, que a tan solo unos kilómetros, en la zona conocida como ‘el basurero’ donde está el hangar de Ferromex, tienen instalados varios retenes para impedir que nadie aborde el ferrocarril.
Guadalupe y su familia también agarraron sus bolsas y comenzaron a caminar rápidamente para llegar a un punto cercano al ya famoso ‘puente’ donde se supone que el tren bajará la velocidad tras salir del hangar.
La cuñada de Guadalupe se queda rezagada. Va sudando a mares bajo el sol aún intenso de la tarde mientras hace un esfuerzo titánico por moverse entre las piedras angostas de las vías clavando las muletas en las que se apoya. Delante de ella, su hija de unos 4 años, camina ajena a todo jugando con su prima, la hija de Guadalupe, que camina con unas chancletas desgastadas que le quedan muy grandes y cargando una enorme botella de refresco.
Más adelante, junto a una oxidada alambrada de púas que impide, o debería impedir, el paso de animales y personas a las vías, otra niña que no debe pasar de los 7 años, muy delgada, alta, morena, y con el pelo hecho trenzas, juega a buscar caracoles entre las piedras de los durmientes de las vías. Cuando los encuentra, alza alegremente el brazo y se los lleva corriendo entre gritos a sus padres, que la felicitan, mientras su hermano, un niño de gesto duro, serio, que no rebasa los 10 años y que viste una cazadora negra y una gorra, la cuida siempre de reojo unos pasos más atrás.
Cerca del lugar donde hay un cruce de vías, varios grupos de migrantes se reúnen bajo la sombra de unos árboles para esperar la ansiada llegada del ferrocarril. Ahí, rodeada de niños y una caja con dos enormes sandías que alguien les donó, se encuentra Escarli, mamá venezolana de 7 hijos que migra junto a su madre.
—¿Cómo va a hacer para subir a todos los niños al tren?— se le pregunta.
Escarli sonríe y asiente como si llevara horas esperando esa pregunta.
“Pues nos volveremos hombre araña —se carcajea divertida la mujer de 26 años que gira la mirada hacia la de su madre—. Pero pues así le hicimos en la selva, en el Darién. Pasé con tooooodos los niños y mire, aquí estamos todos vivos gracias a Dios”.
A continuación, se pone algo más seria y explica que, a pesar de todos los esfuerzos por cuidarlos, sí percibe ya algunas secuelas psicológicas en sus hijos, especialmente en el mayor, un preadolescente de unos 13 años que cada vez que tienen que correr para el monte a esconderse de la migra dice que “le duele mucho el corazón”.
Ella, como Guadalupe, también ha tratado de proteger mentalmente a sus hijos haciéndoles creer que todo se trata de un “juego”, de “una competencia para ver quién resiste más” sin que la migra ni los policías los detengan en este camino de miles de kilómetros que debe llevarlos por selvas, ríos, carreteras y montes hasta Estados Unidos.
Ni Scarlet ni Guadalupe son las únicas que hacen algo parecido a lo que se veía en la película ‘La vida es bella’, en la que un padre judío convenció a su hijo que todo lo que veía en un campo de concentración nazi se trataba de un juego cuyo premio final era ganar un tanque de guerra.
Por ejemplo, un mes antes de esta crónica, Margarita, otra migrante venezolana de 28 años que viajaba con cuatro niñas, explicaba mientras esperaba en la calle a que abrieran las puertas del albergue de la alcaldía Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, que mentalizó a sus hijas de que el paso por la selva era también un juego repleto de aventuras divertidas.
“A mis hijas les encantan los animales. Entonces, yo les dije que íbamos a pesar por una selva muy bonita, donde había ríos para bañarse, y muchos animalicos y pájaros. Y como ellas son muy inocentes todavía, pensaron todo el rato que era un juego. De hecho, mis niñas no sufrieron la selva. Mucho más sufrí yo como madre de ver por todos los peligros que estábamos pasando para llegar hasta aquí”.
Escarli, no obstante, asegura que no sufrieron tanto en la selva como en el paso por México.
“Ay Señor —suspira sentada sobre un montículo de tierra y con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Detrás de ella, un niño que viste una sudadera roja y está tirado en el suelo la escucha atentamente—. México ha sido lo más duro. Sobre todo, por la policía y migración, y también por los malandros. A mi mami le quisieron robar a uno de mis niños”.
La madre, una señora tímida y menuda, cuenta que cuando iban caminando por la noche en busca de un refugio en un pueblo de Chiapas, les salieron unos tipos de un callejón y le sacaron una pistola que le pusieron en la cabeza. Finalmente, tras negociar para que no se llevaran al menor, les dieron todo el dinero que traían y salieron corriendo despavoridos del pueblo.
Y esa no fue la única situación con los menores.
“En el monte nos pasó otro show —interviene de nuevo Escarli—. Un hombre empezó a llamar a uno de los niños. Le enseñaba dinero y le decía ‘ven, ven, toma’. Menos mal que mi esposo se dio cuenta. Salimos corriendo todos los migrantes hacia el tipo, pero cuando llegamos ya no estaba.
Visiblemente exhausta, como el resto de venezolanos que la rodean —a veces, las entrevistas se vuelven espacios catárticos para los migrantes donde expresan sus frustraciones y temores—, Escarli lamenta con pesadumbre que el asedio de las autoridades mexicanas los arrincone a tener que estar escondidos en los montes y a tener que buscar la forma para trepar a siete niños a un ferrocarril de mercancías del que, a diferencia de los migrantes hondureños, que ya conocen bien a la Bestia, desconocen mucho de sus peligros.
Pero la pesadumbre se pasa rápido cuando, a lo lejos, se escucha el alarido del ferrocarril.
De inmediato, la marea de migrantes salen de los árboles y toman nerviosos posiciones junto a las vías, mientras los rumores vuelven a dispararse entre ellos: “no es este tren, este va para el sur”, dicen unos, “sí es, sí es, estén atentos”, gritan otros que ya van cargados con mochilas, garrafones, y hasta con grandes sartenes.
Tras varios minutos de tensión y de gritos, se escucha a varios padres vociferar a sus hijos que se tomen de las manos y formen una cadena, al tiempo que otros migrantes gritan que la gente vuelva a esconderse en los árboles para que el maquinista baje más la velocidad del convoy, la locomotora del ferrocarril se abre paso desatando una pesada vibración en el suelo arcilloso.
Pero la Bestia, que trae algunos migrantes aferrados a los hierros que probablemente la abordaron en otro punto, pasa por debajo del puente muy rápido.
Demasiado rápido.
Un hombre con su hija de unos 4 años a hombros que, completamente inocente, saluda con una mano alzada al aire al maquinista, saca un pie a la vía y grita que baje la velocidad, pero pronto tiene que ponerse a resguardo junto con el resto de venezolanos que, desilusionados y agotados, lamentan su suerte.
El tren, finalmente, pasa de largo. Se escucha el llanto al unísono de varios bebés, al tiempo que otros niños preguntan por qué no se detuvo y cuánto falta para que puedan reanudar el camino, ante los silencios hoscos de sus padres y madres que no saben qué responderles.
“No, pues no frenó”, dice con la voz aún agitada por la adrenalina otro venezolano, un adolescente de 14 años de bigote incipiente, y cuyo rostro tostado por el sol y exhausto denota una madurez a marchas forzadas.
“Pero mire varón, eso no nos desanima”, continúa diciendo mientras camina junto a Guadalupe y su niña, cargado con dos grandes bolsas rojas y una mochila en la espalda. Junto a ellos, un hombre de unos 60 años se mueve con dificultad por entre los durmientes de las vías con su pierna de titanio y unas muletas.
“Solo Dios sabe porqué hace las cosas. Pero estamos seguros que, muy pronto, él dispondrá que todos podamos subir a ese tren”, sigue caminando el adolescente, que dibuja una sonrisa en su rostro de niño mientras el sol inicia su descenso.