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Figura

El gran pintor y escultor Antonio López Sáenz parte de su Mazatlán luminoso

Reconocido por plasmar la vida del viejo Mazatlán en cada una de sus obras, el artista plástico deja de existir a sus 87 años

En un rincón de la calle Libertad, rodeado de sus recuerdos más íntimos, de la casa que tanto amó, de su viejo Mazatlán, dormido y en paz, murió el gran pintor mazatleco, don Antonio López Sáenz.

A sus 87 años de edad y después de un largo camino que lo llevó a recorrer el mundo solo para descubrir en la distancia que realmente había nacido para pintar el puerto que le vio nacer, don Antonio vivió sus últimos años en la casa que heredó de sus padres.

La vida del gran artista mazatleco discurrió por dos caminos: el del ser humano y el de un gran pintor, ambos caminos en evolución, en una búsqueda constante, la de la felicidad interior y la del artista que busca crear su propio universo.

Y para encontrarse a sí mismo y para construir su propia obra, un joven Antonio dejó atrás el puerto llenó de luz que lo embriagaba, la familia que tanto amaba, las calles del viejo Mazatlán, sus recuerdos de infancia.

Y comenzó a caminar por la vida, siempre alimentando sus dos preocupaciones: su vida y su carrera artística.

Tenía claro que había que pintar, desde niño descubrió su amor por el dibujo, así que fue fácil decidir estudiar en la mejor escuela que tiene México para los pintores: la Academia de San Carlos, en la Ciudad de México.

En la enorme capital encontró un pequeño espacio donde, recordaba con humor, apenas cabía y donde por las noches se veía obligado a sacar las piernas por una ventana para poder dormir.

En el tiempo que le quedaba libre recorría los bazares y los tianguis donde recolectaba piezas antiguas para crear pequeñas esculturas que luego vendía, para hacerse con algo de dinero.

Después consiguió un trabajo y rodeado de los grandes pintores oaxaqueños de su generación comenzó a experimentar con diversos géneros de la pintura, pasando del figurativo al abstracto.

El contenido de sus obras también fue variando, intentó de todo, como buen estudiante, pasó del retrato al paisaje, de los bodegones a los cuadros donde los colores se fundían en figuras que sólo él comprendía.

Y en el camino se construyó como persona, siempre insatisfecho, siempre experimentando; su curiosidad lo llevó a internarse en un monasterio donde terminó convertido en monje por un tiempo, pero poco después colgó el hábito para seguir su camino.

Al final, en sus cuadros aparecieron sus recuerdos de niño: un Mazatlán luminoso, con calles inundadas de camarones, hombres con sombrero, mujeres que miran al mar; pero como en los recuerdos, las figuras perdieron sus rostros, y ahí encontró su universo.

De la mano de su agente artística, Estela Shapiro, sus cuadros comenzaron a venderse por el mundo, llevando siempre bajo su firma su amor por el puerto de Mazatlán, sus recuerdos de niño, un universo único lleno de música, folclor, beisbol y mar por todos lados.

Al final de su vida, regresó a Mazatlán para poner orden en sus cosas, sobre todo para rehabilitar la casa heredada de sus padres y se reencontró con su universo, ahí donde había sido feliz en su infancia volvió a ser feliz en sus últimos años.

Rodeado por su familia, encontró en su sobrino, Víctor López de La Paz, a un guardián amoroso, que se encargó de ordenar su obra artística y su vida personal, esas pequeñas miserias que pasan por los hospitales y por el día día, que siempre es mejor superar en compañía.

En sus últimos años, don Antonio vivió feliz, desplegando su fuerte carácter, salpicado de palabrotas y de muchas carcajadas. Peleó por las cosas que lo molestaban, como las construcciones sin sentido en su Mazatlán querido.

Era capaz de llamar a los periódicos para denunciar una construcción que obstruía el paisaje marino o para denunciar que un vecino hacía demasiado ruido.

Se levantaba temprano porque sus ojos, que se apagaban lentamente, sólo percibían la luz por las mañanas, y se encerraba a cal y canto por las tardes, porque no hay peor enemigo de un pintor que la oscuridad.

En sus últimos años tuvo lo que anhela cualquier artista: el reconocimiento de su obra y de su persona. Recibió decenas de homenajes, acudió gustoso a la mayoría, incluso a recibir el doctorado honoris causa de su amada UAS, donde alguna vez intentó estudiar una carrera, pero que abandonó para seguir sus sueños de colores, y a Norarte, a recibir homenaje por parte de Noroeste.

Ya sin poder distinguir los colores, en sus últimos años dejó de pintar, aunque siempre estaba preparando algún proyecto nuevo, una exposición, un libro, una escultura, cualquier cosa que lo mantuviera activo y feliz.

Murió en paz, como un gran artista y como un gran ser humano.