Agroindustria y resistencia de las abejas en Los Chenes
CAMPECHE.– Amanecía el 22 de marzo de 2023 cuando los apicultores, como cada día, se acercaron a sus apiarios para revisar sus colmenas y en esta temporada cosechar su miel. El espanto los golpeó de lleno cuando, ya junto a las colmenas, hallaron miles de abejas muertas. Semejante desastre tuvo lugar en las comunidades mayas de Suc-Tuc, Hopelchén, y Crucero de Oxá, en el municipio de Campeche. Ambas poblaciones colindan con el rancho “El Cenit”, propiedad de Jacobo Xacur, uno de los “zares” de la agroindustria en el sureste mexicano.
Al menos 3 mil colmenas resultaron aniquiladas por una aplicación con agrotóxicos de la que aún se desconocen los responsables. El crimen ambiental destruyó la economía de más de 80 familias que viven de la apicultura: las pérdidas económicas derivadas de la mortandad de los polinizadores asciende a más de 12 millones de pesos mexicanos. Y esto sin tomar en cuenta el debilitamiento de la seguridad alimentaria que provoca la falta de polinización en las milpas, los solares y la selva en general.
Además de lo sucedido en Suc-Tuc y Crucero de Oxá, en la comunidad de El Poste también municipio de Hopelchén, se reportó una pérdida de 800 colmenas en 45 apiarios y 30 familias apicultoras afectadas.
Lo ocurrido no es más que un nuevo capítulo de una historia funesta que se repite: entre 2012 y 2013 los productores de miel de la misma zona de Campeche reportaron la pérdida de más de 2 mil colonias de abejas por efecto de fumigaciones aéreas llevadas a cabo en “El Cenit”. Dichos sucesos coincidieron en temporalidad con la aprobación, por parte del gobierno federal, de permisos para la siembra de una variedad de soya genéticamente modificada desarrollada por Monsanto.
“En Hopelchén todos los años se venían reportando muertes de abejas. Sin embargo, si yo voy a quejarme al ministerio público no se castiga a nadie. No está tipificado como delito porque no es un ser humano”, comenta María, guardiana de las abejas e integrante del Colectivo de Comunidades Mayas de los Chenes.
Este escenario desolador, originado a partir del despliegue que evidencia la agroindustria en el territorio maya peninsular, también fue registrado en Dzonot Carretero (Yucatán) y José María Morelos (Quintana Roo) durante 2018, 2020 y 2022. En todos los casos, la mortandad fue ocasionada por fumigaciones terrestres y aéreas efectuadas en campos propiedad de Xacur, terratenientes menonitas y empresarios varios, en los que se cultivan maíz, soya, papaya y chile habanero.
“Hay muchas mujeres jóvenes que se están iniciando en la apicultura. Significa que quieren esta actividad. Pero ¿qué pasa si no hay protección, matan todas las colmenas y nos empujan a hacer actividades que no queremos? El 60 por ciento de la población de Suc-Tuc depende de la apicultura. Somos más de 280 apicultores con al menos 10 mil colmenas”, cuenta Miguel, un apicultor que hace tres décadas decidió continuar el legado de su padre.
No sólo las y los apicultores resultan víctimas de los vientos tóxicos que apadrinan los dueños de la agricultura intensiva en la Península. Las aplicaciones de plaguicidas también acaban con las producciones familiares de alimentos. La milpa y sus variedades nativas de maíz, calabaza, sandía, frijol y plantas medicinales, entre otros cultivos, perecen bajo lluvias de veneno que no conocen límites físicos y apagan la vida de todo lo que mojan.
“Llegamos a un nivel, a una carga tan grande de venenos, que la situación se ha hecho insostenible. Estamos reportando enfermedades que antes no teníamos. En niños y adultos. Vemos cómo todos los días se vulnera la vida. Hay que parar todo lo que está sucediendo. Y generar una reparación”, agrega María.
Un apicultor consultado fue más allá. “En Suc-Tuc se tomaron muestras de orina y en todas apareció el glifosato”, aseveró. El glifosato es un herbicida que la Organización Mundial de la Salud (OMS) vincula directamente con la proliferación del cáncer a nivel global.
La irrupción de los transgénicosLa mención del plaguicida y su impacto sanitario no es casual: en junio de 2012, el gobierno federal a través del Servicio Nacional de Sanidad, Inocuidad y Calidad (SENASICA) otorgó permisos a Monsanto para la siembra de soya genéticamente modificada (OGM) para resistir al glifosato en 253 mil 500 hectáreas distribuidas en 46 municipios de los estados de Campeche, Quintana Roo, Yucatán, Tamaulipas, San Luis Potosí, Veracruz y Chiapas.
Este aval, además de la deforestación, encendió una resistencia campesina que llega hasta hoy. Ocurre que son las y los apicultores y milperos quienes observan y experimentan el fin de árboles como el huaxin y el catzin, que perecen quemados por los herbicidas que caen de aviones y drones. Y también las personas en el territorio que batallan por preservar las aguadas y akalches que calman la sed de insectos y animales en épocas de sequía.
Precisamente en 2012, el Colectivo de Comunidades Mayas de los Chenes y otras organizaciones apícolas de la región presentaron amparos, denuncias populares y penales para frenar la contaminación de la miel con trazas de transgénicos y plaguicidas, y la eventual pérdida de fuentes de agua esenciales.
A tono con el desprecio histórico que las autoridades exhiben respecto de los derechos de las comunidades indígenas, Monsanto -hoy Bayer- recibió su permiso sin que antes se lleve a cabo una consulta previa, libre e informada a los pueblos mayas de la Península. Ese movimiento despertó reclamos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), que en 2015 pidió se lleve a cabo la consulta, y también generó fallos a favor de los pueblos mayas por parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN).
La contaminación demoró un lapso breve en emerger. En 2013 y 2014, estudios de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) constataron la presencia de polen transgénico en las mieles de esa área de Campeche. Este factor generó que Alemania, comprador de casi el 50 por ciento de toda la miel que se produce en territorio mexicano, comience a exigir mayores controles bajo amenaza de suspender importaciones.
Con la anuencia del gobierno federal, los empresarios agroindustriales -sin permisos de cambio de uso de suelo- rápidamente convirtieron la región de Hopelchén en un campo experimental de Monsanto, dueña del 90 por ciento de los avales para la venta de variedades OGM en México, de acuerdo a un informe de 2017 elaborado por el Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano (CECCAM).
Los monocultivos de soya se impusieron sobre los bosques tropicales y zonas de cultivo de los pueblos aledaños. En 20 años el municipio de Hopelchén sufrió una pérdida de cobertura arbórea a causa de la expansión agroindustrial de alrededor de 221 mil hectáreas, superficie equivalente a casi dos veces el tamaño de la Ciudad de México.
Los impactos negativos acumulados relacionados con los insumos que se aplican para garantizar la cosecha de la oleaginosa, también fueron advertidos por organismos federales como la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (CONANP), la Comisión Nacional para el Conocimiento y uso de la Biodiversidad (CONABIO), y el Instituto Nacional de Ecología (INE), quienes anticiparon daños irreparables de hábitats y fuentes de agua.
Tras una lucha sin descanso, los pueblos mayas de Hopelchén lograron la revocación definitiva del permiso otorgado a Monsanto en septiembre de 2020. El Tribunal Federal de Justicia Administrativa consideró que la liberación del transgénico generaría un daño grave en los ecosistemas de la zona.
Sin embargo, desde entonces y hasta ahora, las autoridades competentes no han hecho valer la sentencia de la SCJN y en Hopelchén se sigue sembrando soya transgénica de manera ilegal. En Hopelchén incluso se sospecha la existencia de cultivos de maíz transgénico, una semilla modificada genéticamente de comercialización prohibida en México.
Recientemente, la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT) y la Comisión Nacional del Agua (CONAGUA) expusieron en su programa hídrico regional 2021-2024 que el municipio atraviesa una situación sanitaria y ambiental dramática a raíz del “crecimiento descontrolado de monocultivos para exportación como (la) soya”.
Además, ambos organismos coincidieron en que “no hay regulación ni vigilancia de la agroindustria” y que “no hay regulación de tipos de agroquímicos permitidos como (el) glifosato y (los) OCPs que generan cáncer de mama y cervicouterino”.
Impunidad de la agroindustria y complicidad administrativa
El exterminio reciente de las abejas reabrió la herida de la impunidad en el territorio maya. El daño ambiental no ha hecho más que agravarse a pesar de los procesos de consulta indígena concretados, las recomendaciones, los fallos y las sentencias de la CNDH, la SCJN y la Sala Especializada en Materia Ambiental y de Regulación del Tribunal Federal de Justicia Administrativa (TFJA).
“El colectivo de comunidades mayas exige que se dé una respuesta a largo plazo que garantice alimento seguro, agua limpia y que respiremos aire puro. Que se asegure el respeto a los pueblos indígenas y su territorio. No es sólo Suc-Tuc: todos los pueblos dependemos y cuidamos este trabajo. Es un trabajo noble que contribuye a la economía campesina y familiar del pueblo”, explica María.
Gran parte de los funcionarios públicos, con posiciones clave dentro de organismos federales con potestad para erradicar el impacto negativo del agronegocio, se han mostrado a favor de este modelo en lugar de respaldar el modo de vida de las y los campesinos y pueblos originarios.
Acorde con esto, y en alusión al reciente exterminio de abejas, Francisco García Manilla, titular de la representación de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (SADER) en Campeche, responsabilizó directamente a los apicultores por la mortandad ocurrida. “Sucede que los señores apicultores ponen sus colmenas donde están los cultivos”, dijo a fines de marzo ante medios locales.
“Sabemos perfectamente que ahora (al rancho “El Cenit”) lo tiene Bayer y nuestra respuesta es institucional. Los señores que se sientan afectados pues tendrán que hacer la denuncia correspondiente una vez que se tenga cuantificado”, agregó.
Mientras tanto, las familias de apicultores siguen a la espera de resultados de laboratorio que no llegan y una reparación del perjuicio económico que las autoridades, ni las empresas, parecen no estar dispuestas a atender.
Después, está lo que excede al cálculo financiero frío y que refiere al impacto sobre el modo en que se construyen la vida y la entidad en ese apartado del sureste de México. Prácticas históricas que determinan a los pueblos mayas de la región y que, una vez más, caen avasalladas ante modelos económicos que, construidos desde el racismo y el colonialismo, apuntan a desterrar los medios de supervivencia de los pueblos indígenas.
Impulso gubernamental a la deforestación
La degradación y desaparición de los bosques tropicales de la Península de Yucatán, ha sido consecuencia de más de cinco décadas de políticas rurales que han favorecido a empresarios agrícolas y a grandes corporaciones, como la transnacional Monsanto, que desde el 2018 opera bajo control de la también multinacional Bayer.
En Campeche, el impulso a la deforestación comenzó a consolidarse a partir de la creación de la Comisión Nacional de Desmontes para el Fomento Agropecuario, establecida en 1972, y de su Programa Nacional de Desmontes (PRONADE), cuyo propósito fue impulsar la producción ganadera y agrícola mediante la “preparación de nuevas tierras” en zonas de organización campesina como los ejidos.
En aquel tiempo, cientos de hectáreas de bosques tropicales fueron desmontadas con el fin de que los campesinos produjeran más. En principio, bajo el argumento de “atender a los connacionales que se encuentran desnutridos por falta de alimentos de origen animal”. En realidad, el objetivo de fondo no era otro más que fomentar la exportación de carne y alimentos al resto de América del Norte y Europa.
Don Marcelo ha sido testigo de todas las transformaciones que ha sufrido el territorio de Hopelchén. Desde que el PRONADE instauró el modelo de mecanización de los bosques tropicales, hasta la instauración del PROCAMPO. Éste último surgió a finales de 1993 con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y que aceleró aún más la pérdida de bosques a partir de un esquema de entrega de subsidios por hectárea deforestada.
“Entró el gobierno a mecanizar el monte. Nos mecanizaron 550 hectáreas de planada. Fue en 1978 y 1979 cuando se terminó todo lo que es el mecanizado. Entonces, desde ese tiempo, dijeron que ya no era rentable la milpa que se hacía. Y mucha gente fue dejando la semilla criolla”, relata don Marcelo mientras desgrana su cosecha de Éek’ jub, una variedad de maíz criollo.
“Al principio todo era dado por el gobierno. Otorgaba las semillas, el fertilizante y daba las facilidades de créditos para obtener la maquinaria”, recuerda Beatriz, una activista e investigadora maya de Hopelchén. Y recuerda cómo a principios de los años 90 empezaron a imponerse las semillas genéticamente modificadas en la región de los Chenes.
“Conforme fue pasando el tiempo esta situación cambió. Primero llegaron a las comunidades ofreciendo unas semillas que ellos llamaban mejoradas. No entraron con soya sino con maíz. Y estas semillas fueron presentadas como una opción para obtener mayor cantidad de producción de maíz. Nunca hablaban de agroquímicos, hablaban de fertilizantes, que era lo que le daba vitamina al maíz. Una vez preparado este escenario, fue ideal para la entrada de la soya en su momento transgénica”, recuerda.
En 2004, durante la administración presidencial de Vicente Fox, la Cámara de Diputados aprobó la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados. Dicha norma favoreció a cinco empresas transnacionales que fueron dotadas de permisos para la comercialización de semillas transgénicas y paquetes tecnológicos: Dow AgroSciences, Dow AgroSciences y PHI, Forage Genetics, PHI-Pioneer, Syngenta y Monsanto (ahora Bayer).
Este contexto permitió la liberación de la semilla de soya en la entidad, que inició su expansión a partir de una siembra experimental de 220 hectáreas llevada a cabo en el rancho “El Cenit”, propiedad del empresario Jacobo Xacur y colindante con el municipio de Hopelchén.
Jacobo Xacur también es propietario de un rancho ubicado al norte de Dzonot Carretero, en Tizimín, Yucatán. Desde el 2014, ya se habían presentado denuncias ante la Profepa por la destrucción de 393 hectáreas de selva en Tizimín, por lo que el terrateniente tuvo que pagar una multa de un millón 295 mil pesos.
Pero el crimen ambiental no terminó ahí. Esta zona se convirtió en un rancho ganadero con grandes extensiones de pastizales y zona de cultivo de soya transgénica. En julio de 2018, campesinos apicultores de la comunidad Dzonot Carretero denunciaron fumigaciones aéreas que provocaron la muerte masiva de abejas y polinizadores, así como afectaciones a sus cultivos.
Don Marcelo recuerda el asombro que le causó mirar por primera vez una vaina de soya «Cuando vi por primera vez la semilla me impactó, porque era nuevo para nosotros, aquí no había sorgo, no había soya. A mí nunca me dieron ganas de sembrarlo, mi trabajo es la agricultura, pero la buena, la criolla, y es lo que sigo sembrando en mi milpa”.
El impulso a la siembra de soya transgénica y otras semillas se consolidó en el país a través de la puesta en marcha del programa Pro-Oleaginosas, que ofrecía un estímulo económico por cada hectárea sembrada, y más tarde, abarcó a cada tonelada de semillas comercializada.
Esta iniciativa, señala un informe reciente de la investigadora Flavia Echánove Huacuja, se complementó con el programa Agricultura por Contrato de 2008, cuyo fin era proteger, a través de subsidios, a productores y compradores ante las fluctuaciones de los precios del mercado internacional de la soya.
Los principales beneficiarios del programa Pro-Oleaginosas en Hopelchén fueron los productores menonitas y las empresas como Enerall-Cargill, El Yibel, El Chilib y Balamte. La primera, perteneciente a Alfonso Romo (ex jefe de la Oficina de la Presidencia de la República del gobierno de Andrés Manuel López Obrador) y las tres últimas de Jacobo Xacur.
Dichos programas tuvieron una influencia directa en la deforestación de la Península de Yucatán. Un análisis realizado por el Consejo Civil Mexicano para la Silvicultura Sostenible (CCMSS), evidenció que los ejidos que recibieron financiamiento de programas de fomento agropecuario tuvieron mayor tasa de pérdida de cobertura forestal. Promediaron casi 300 hectáreas anuales, a diferencia de los lotes sin apoyo federal que no llegaron a las 93 en igual lapso. (Gráfico y mapa)
Por ejemplo, en un ejido con apoyo económico de PROCAMPO y PROAGRO se deforestó, a lo largo de 15 años, 258 hectáreas más que sus similares sin subsidios. Esta superficie equivale a la mitad de la superficie total de la cabecera municipal de Hopelchén.
Siempre, según el CCMSS, en el ámbito de la propiedad privada el impacto fue similar: los predios con respaldo económico de los programas oficiales evidenciaron, en el transcurso de una década y media, una mayor pérdida de cobertura arbórea que aquellas parcelas sin subsidios: mil 167 hectáreas y 287 hectáreas, respectivamente.
Debido al fomento de estos programas, Campeche se convirtió en el principal productor de soya del país. En 2022, según el Sistema de Información Agroalimentaria y Pesquera (SIAP), Campeche produjo 72 mil 909 toneladas de soya, volumen que representó casi el 47 por ciento del total de soya que se cosechó a nivel nacional. Algo más del 60 por ciento de esa producción provino sólo del municipio de Hopelchén.
Deforestación y superficie sembrada de soya por municipio en la Península de Yucatán en 2020, CCMSS y Universidad Veracruzana, 2023.
La frontera agrícola que crece sobre la selva
En las últimas dos décadas, Hopelchén perdió más de 221 mil hectáreas de cobertura arbórea, según reportes de Global Forest Watch y el Instituto de Recursos Mundiales. En dicho municipio, los ejidos de Iturbide, Ukúm e Xmabén aparecen como los más deforestados y, combinados, totalizan 32 mil hectáreas arrasadas con maquinaria. Dichos ejidos colindan con las colonias menonitas de Nuevo Progreso (19 mil has), El Temporal (9 mil 775 has) y Nuevo Durango (5 mil 656 has). Galería deforestación
Los colonos menonitas -que representan la mayor parte del sector agroindustrial- llegaron hace 35 años a Hopelchén y han consolidado más de 20 colonias que se dedican principalmente al monocultivo de semillas, híbridas y transgénicas, de soya, maíz y sorgo. Su modo de producción agroindustrial demanda miles de hectáreas que requieren grandes cantidades de agua y agrotóxicos para asegurar su producción.
“Los menonitas que tenemos alrededor, siguen con la quema, con la deforestación. En estos momentos es la etapa en la que más quemas realizan, porque ya están preparando los terrenos para la siembra de soya”, menciona Laureano, miembro del Colectivo de Comunidades Mayas de los Chenes.
En la actualidad, Nuevo Progreso representa la colonia más grande de la Península. Su extensión, en tierras nacionales, privadas y rentas en tierras ejidales, abarca más de 19 mil hectáreas. Dicha superficie equivale a casi tres veces la ciudad de Campeche.
La expansión de la frontera agrícola avanza sobre tierras privadas y ejidales, en donde las colonias menonitas recurren a la compra o renta de tierras en municipios de Campeche, Yucatán y Quintana Roo.
Una investigación realizada por el CCMSS confirmó que el aumento de la deforestación en Hopelchén coincide con el crecimiento de las colonias menonitas en el municipio. Al mismo tiempo, las tasas más elevadas de deforestación en la región de Los Chenes también corresponden a propiedades privadas y parcelas ejidales bajo control menonita.
“Esto es muy complicado, porque también ha orillado a que la gente maya, que quiere seguir trabajando la tierra, se vea motivada a rentar las tierras por una temporada, a cambio de que se las mecanicen. Eso es muy fuerte porque finalmente terminan rentando la tierra y cuando se las regresan están muy degradadas”, explica Beatriz.
Poco se habla de la relación entre los proyectos industriales de crianza y procesamiento porcícola y avícola con la desaparición de las selvas de la Península de Yucatán. Así como también en la elaboración de insumos para las cadenas de alimentos procesados e industrializados que se consolidaron en el vecino estado de Yucatán.
El principal comprador de soya de la Península de Yucatán es la empresa Proteinas y Oléicos, SA de CV, propiedad de Jacobo Xacur.
La industria cárnica y la agroindustria no originaron una mayor disponibilidad de comestibles para la población local. Tampoco una mejora en los precios de los bienes de consumo, ni una mejor calidad de vida para la población, sino todo lo contrario.
Adicionalmente, han provocado problemas como la contaminación del agua, la degradación de la tierra, la pérdida de los ecosistemas y la muerte de polinizadores, como las abejas, que son el principal sustento económico de las familias campesinas y apicultoras de Hopelchén. Además, han vulnerado la soberanía alimentaria de comunidades mayas que dependen del monte para subsistir y garantizar una vida digna.
La milpa como retorno al origen
Las comunidades mayas organizadas han emprendido un camino para volver al origen: la milpa. Y han generado estrategias agroecológicas que retoman saberes campesinos en contraposición a la dependencia de agrotóxicos y semillas modificadas y plaguicidas que las empresas trasnacionales y los gobiernos se han ocupado de promover a lo largo de décadas.
“Los modelos de desarrollo que nos imponen nos han hecho dependientes y consumidores. Toda la gente ha dejado de producir, cuando antes la milpa proveía todo. Ese era un modelo que nos daba suficiencia alimentaria. Buscamos volver a esa autosuficiencia”, reflexiona José, miembro de Muuch Kambal, una organización de base comunitaria.
La resistencia milpera propone un esquema de labor en el territorio totalmente opuesto al régimen que pregona la agricultura industrial. Combina técnicas y conocimientos locales ancestrales, preserva las semillas criollas y genera alimentos sanos, incluso en este contexto de crisis ambiental que atraviesa el territorio maya peninsular.
“Antes se hacía el xok k’iin y era preciso, pero ahora los mismos productores se han dado cuenta de que todo cambió. Tanta deforestación, tantos monocultivos y uso de agroquímicos, nos orilla”, asegura Héctor.
Las comunidades mayas de la Península de Yucatán atraviesan un escenario de reorganización derivado de las múltiples amenazas que enfrenta su territorio. Mega proyectos interconectados como las granjas porcícolas y avícolas, la construcción del Tren Maya, la expansión de los proyectos turísticos e inmobiliarias y la industria energética atentan contra la libre determinación de los pueblos.
El extractivismo desatado propicia el despojo territorial y acentúa una crisis ambiental que se profundiza a la par de las ganancias económicas de un reducido grupo de empresarios.
“No entienden que las abejas y la apicultura son un patrimonio de las familias y garantizan la economía. Son la esperanza de familias que trabajan, ponen todo su esfuerzo. ¿Qué va a pasar con lo se va a sembrar si no están las abejas? ¿Quién va a polinizar las milpas?”, se pregunta María.
“La milpa implica una relación cercana con el maíz: es mucho más que tener un alimento. Es un vínculo de respeto, de agradecimiento, que queremos que también compartan las nuevas generaciones”, agrega Beatriz. Una interrelación de esas características no tiene lugar en el modelo agroindustrial, que propone una relación utilitarista de los medios de producción y bienes naturales, y asume al territorio como un mero espacio a usufructuar.
En Hopelchén, las organizaciones mayas de base llevan más de 20 años trabajando para amortiguar los embates de la agroindustria. La resistencia ocurre en diferentes planos: a nivel territorial se trabaja para reivindicar las estrategias de vida campesina con foco en el cuidado de las semillas nativas y la biodiversidad. Ya en el ámbito legal, se han promovido y ganado juicios de amparo contra empresas como Monsanto y el gobierno federal para desterrar la venta y uso de variedades de soya transgénica.
En la actualidad, los colectivos comunitarios siguen luchando para que esa decisión se haga realmente efectiva en la Península. “Exigimos respeto a nuestros derechos y esto, por mi derecho y al ejercicio del principio precautorio, deben de parar. No tienen que esperar a ver si nos va a hacer daño, tienen qué parar esto. Esto es insostenible”, dice María.
La esperanza de las organizaciones mayas crece con cada semilla criolla de maíz, ibes y calabaza que germina en milpas y solares. En la reproducción natural de las colonias de abejas y el zumbido de las Xunáan kaab al interior de los jobones. Brota en los frentes organizados de investigadores que suman su voz y experiencia para fortalecer luchas con herramientas técnicas, legales y mediáticas. Y crece aún más en la sonrisa y la voluntad renovada de niños y niñas de Hopelchén que, desafiantes en un contexto de violencia estructural, participan con entusiasmo de cada actividad comunitaria en la que se exponen aquellos derechos que tanto les pertenecen.