"LAS ALAS DE TITIKA: Entre perros y gatos"
"¿A usted qué le importa?, el gato es mío”. Fue lo que me respondió mi amable vecino al decirle que su gato llora día y noche. ¿Cuánto puede llorar un gato?, no lo sé, tampoco sé si lloran, pero este maúlla todos los días y entre sueños alucino que me pide auxilio. Imagino que la vida del cautivado animal es tan triste y que prefiere ser un Silvestre cualquiera, aun sin atrapar a su Piolín, que tener un techo y no pasar hambres. Mi vecino remató: “Lo rescaté, era un gato callejero”. ¿Y qué quieres, que te de una medalla por tu gran corazón?, eso no se lo dije, sólo lo pensé pues creo que mi vecino y yo necesitamos mantener una justa armonía.
Con la llegada del gato, el tema animal ha estado muy sensible por mis rumbos. Justo en el parque escuché que una chamaca le decía a otra: Cástralo, así no tienes que andarte preocupando cuando lo saques a la calle. Quizá tengas razón —le respondió—, ya no lo aguanto y el otro día en el café me volteó la mesa por alcanzar a una perra, no sabes la pena que pasé… ¡Cástralo!, así de simple la recomendación salió sin empacho. ¿En qué especie nos hemos convertido para ser capaces de anular la vida de los otros animales?
Allí están perros y gatos, con dos amos decidiendo altivos sus miserables vidas. Cuánta contrariedad se esconde entre este filantrópico mundo. Animales rescatados de la calle, hacinados y abandonados a la disposición y tiempo de unos nuevos dueños. Perros a quienes les han privado su derecho a reproducirse y a revolcarse en el lodo, a correr y ¡labrar!, eso es lo más sorprendente. Los paseantes propinan tremendo chanclazo apenas sus perros labran y gruñen a sus iguales o a quienes ven cara de perro —supongo que ellos también ven como perro a otros que caminan con dos patas por las calles—.
Es claro que a la menor provocación, nuestro comportamiento delata el salvajismo que traemos dentro. Basta ver cómo se vociferan insultos parejas humanas en un lugar público, cómo un pervertido y vulgar libidinoso asecha a una jovencita que exhibe sus piernas cruzadas en el camión urbano. Cómo se arrastra quien quiere conseguir algo. Cómo asechamos a quien sentimos indefensos, o qué manera tan sínica tienen otros de clavar el diente y luego cerrar el… la boca. Cuántos seres de debieran estar enjaulados, y cuando animalito tendría que andar gozando libre por el mundo.
¿Cuándo nos habrá nacido el gusto de encerrar a los animales? Se nos hace poco que el zoológico esté lleno, o que los veamos hacer gracias en los circos como para tener encerrado entre cuatro paredes a un solitario animal. Una mascota que nos haga compañía ¿y qué hace ésta cuando nosotros no estamos?, ―que es casi todo el día―, seguro llorar y llorar. Pero por la noche llegará su dueño y le dará su galleta, lo sacará al parque, convivirá con otros dueños y hablarán de lo que más les conviene a sus “bebés”, ―así los llaman―.
Me acabo de enterar que el gatito que vive en el piso de arriba se llama Mateo, ―igual que el hijo de mi amiga―. La dueña lo tiene encerrado en un cuarto de su departamento porque en el resto del espacio ―50 metros cuadrados― viven cuatro perros que también ladran y ladran, supongo que así hablan entre ellos y se cuentan las peripecias que les hace vivir su dueña. En cambio el pobre y lindo gatito ―imagino―, sigue pidiendo auxilio y se llena de frustración porque no logra entender qué hace en ese lugar. En otro plano, en el mundo humano su dueña no pierde oportunidad para criticar a quienes no tenemos animales, nos tacha de insensibles y descorazonados, y yo que sólo pienso en el encierro de ese “rescatado” gatito.
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