La difícil relación entre un padre proletario y su pequeño hijo bailarín. No, no se trata de una nueva versión de Billy Elliot (Daldry, 2000), porque, en primer lugar, Al ritmo del corazón (Yuli, Cuba-España-GB-Alemania, 2018), el más reciente largometraje de la cineasta española Icíar Bollaín (Te doy mis ojos/2003), está basado en la autobiografía del habanero Carlos Acosta, el primer bailarín negro en protagonizar el Romeo y Julieta de Prokofiev para el Royal Ballet londinense en 2007.
Hay, además, una segunda diferencia fundamental: mientras en la exitosa cinta británica el niño del título tenía la ilusión de estudiar ballet, con todo y la oposición de su rudo papá minero, en Al ritmo del corazón, el chamaco protagonista (Edison Manuel Olbera Núñez) no quiere saber nada del Lago de los Cisnes y otras monsergas y si termina siendo matriculado en la Escuela Nacional de Ballet cubana es porque su correoso papá chofer (Santiago Alfonso) lo lleva prácticamente a rastras.
El guion del habitual colaborador de Ken Loach, Paul Laverty, plantea una estructura interesante para rehuir las convenciones tradicionales de la biopic clásica: en el presente, el gran bailarín cubano Carlos Acosta (él mismo, con sus 40ytantos años a cuestas) ha regresado a Cuba a montar un ballet basado en su propia vida. Mientras lo hace, el ahora coreógrafo Acosta recuerda su difícil infancia en los barrios bajos habaneros, sus bailes callejeros de break-dance, sus choques con su estricto papá descendiente de esclavos, su negativa a convertirse en bailarín de ballet (“eso es para maricones”), su estancia en un internado en Pinar del Río muy lejos de su familia y, poco a poco, su aceptación no solo del talento natural que tiene sino su inevitable conversión en una de las estrellas mundiales de la danza clásica, bajo la mirada y la tutela de su viejo padre, tan demandante como orgulloso, que no espera nada más de él que la excelencia.
Bollaín y su editor Nacho Ruiz Capillas alternan a la perfección los esfuerzos del Acosta maduro al montar su espectáculo dancístico autobiográfico, con las aventuras del rebelde chamaquito ingobernable, y estas últimas con los crecientes éxitos del Acosta veinteañero (Keyvin Martínez, joven bailarín de ballet por derecho propio), quien empieza a ganar premios y reconocimientos en el exterior, pero que alimenta un creciente resentimiento con su padre, que parece estar dedicado a que, como dijera cierto emperador romano, su hijo lo odie, con tal de que lo respete.
La cineasta española tiene en el verdadero Acosta a un protagonista genuinamente carismático, mientras que sus alter-egos infantil y juvenil no desmerecen en lo absoluto en sus respectivas presencias dramáticas. Eso sí, cuando vemos imágenes de archivo con el auténtico Carlos Acosta bailando el ya canónico Romeo y Julieta –ballet que, por cierto, está disponible en DVD, para quien quiera revisarlo-, hasta el más lego en la apreciación del ballet –como quien esto escribe- entiende que, más allá de la importancia histórica de la presencia del cubano en el mundo dancístico –por su origen, por su color de piel, por su estrato socioeconómico-, el tipo era una auténtico monstruo, atlético y grácil a la vez, una mezcla que me hizo recordar –perdón, pero mis referencias se limitan a lo cinematográfico- al Gene Kelly de Cantando en la lluvia (Kelly y Donen, 1952). Aunque, ahora que lo pienso, no creo que Acosta se pueda ofender con esta comparación: ¿quién se puede quejar de que lo igualen con Gene Kelly? Ni siquiera Carlos Acosta.
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