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Columna

Un cuento de Navidad

LAS ALAS DE TITIKA
22/12/2023 12:18

Le seguí los pasos sin saber a dónde llegaría. El camino estaba lleno de negrura, la hojarasca era densa, el frío y la niebla me impedían avanzar tan rápido como él. Por momentos lo perdía, pero aguzaba el oído y lo ubicaba de nuevo. Seguro había recorrido el mismo camino muchas veces, muchas tardes. Avanzaba diestro, como un animalito del bosque, pero ¿qué hacía solo un niño de su edad?, ¿qué buscaba en esa sorda soledad? Entró a una cabaña... vislumbré una luz tenue.

Hacía tiempo que ella se había marchado. Nadie le dijo que ya no volvería, pero él lo sabía. Estaba triste. Nunca la vio con un vestido alegre, siempre cubierta con esos pantalones duros que podían pararse solos y unos zapatos que bien le servía para meterse al lodo o a la nieve. Siempre quiso verla con ropa alegre, algo parecido al color de las cerezas, con telas suaves que se deslizaran con el viento, que le permitieran moverse con suavidad.

Recordaba cuando la veía con sus botas resistentes y manchas de todo tipo en la ropa. Al final del día llegaba y se detenía en el umbral mirando al horizonte. Él sólo le veía los pies, las botas haciendo guardia de frente de la calle, al camino que regresaría al amanecer, como cada mañana. La imaginaba con la mirada perdida, suspirando su pasado, las carencias de la infancia y lo difícil que había sido todo sin un caramelo, sin una galleta de chocolate. Lo mucho que le había costado llegar.

Él sólo quiso que ella se viera linda, con un vestido color cereza y unos zapatos rojos que mostraran su piel blanca de espuma pura. Su abuela fue lo que más quiso y ahora que ya no estaba se escondía en el bosque, quería encontrarla entre los árboles, en el silencio de esa cabaña abandonada, entre las hojas del cuaderno que le regaló en su cumpleaños y donde él le escribía.

Le contaba que los demás le daban miedo y que querían escucharle la voz, según para saber lo que tenía qué contarles, pero si él no quería contarles nada. No lo habrían entendido. Habrían querido consolarlo con palabras nimias, esas que desconocían y que pronunciaban sin sentir. Jamás habrían entendido que allí era donde se sentía bien. El lugar donde la sentía viva, donde se reconocía y al que llegaban todos los seres y personajes que aliviaban su alma.

Hurté su sitio. Esperé a que saliera. Leí sus palabras. Supe que era a su abuela a quien él buscaba. Era a ella a quien dedicaba sus historias sabor cereza.

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