Alicia García Castelazo, vecina del barrio de Coyoacán y química de profesión, publica su primer libro de poesía a sus 90 años de edad. Con una vitalidad envidiable y un rostro dulce que no puedes dejar de ver, la autora leyó “Umbral” (primero de sus poemas); en éste deja ver el tránsito sosegado, ese andar final al que todos estamos destinados, pero que ella muestra sereno y ausente de todo miedo. Ochenta páginas de poesía y relatos titulado: Si la eternidad tuviera nombre (las Ochenta, 2025). El viernes pasado, los asistentes fuimos testigos de este cálido alumbramiento en el Centro de Enseñanza para Extranjeros (CEPE), UNAM. Un lugar que también ha visto nacer el proyecto editorial las Ochenta, donde, hasta el momento, se publican trabajos literarios resultado del taller de escritura que imparte el maestro Felipe Garrido; decano del CEPE.
El amor reviste cada línea del libro, un amor primigenio que pasa de generación en generación. La hija, la madre, la abuela, Cirila; mujeres que tejen y arropan, que hilvanan palabras, que zurcen recuerdos. Manos sanadoras que abrigan y acompañan a su estirpe. En voz de la propia autora, que dice: “Mi vida hecha de retazos no ha terminado. Tengo que coserlos, unirlos y formar una manta de recuerdos”, eso dice en su relato “Retazos”; allí nos enteramos de la vez que su padre reunió a los cinco hermanos para darles un anuncio: “...se me quedaron grabadas las palabras: su madre se ha ido al cielo. No recuerdo más...”, nos cuenta Alicia García en esta manta de nostalgias y de gratitudes amorosas. Un universo familiar de una ternura palpable, donde se asoman los ojos tiernos y bondadosos de una madre que partió al amanecer, de una abuela que tomó el relevo, de una hija que recuerda la lluvia de pétalos de rosa.
Cuántos... Cuántos... Cuántos soles encendidos con sus mañanas radiantes / Cuántas lunas, cuántas lunas con sus reflejos plateados que se apoyan en mi almohada ⁄ Cuántas lluvias han caído de frente sobre mi cara ⁄ Cuántos charcos he pisado dejando en el pavimento la huella de mi pisada ⁄ Cuántas nubes han pasado corriendo, sin alcanzarlas ⁄ Cuánta belleza en las hojas que con la lluvia se lavan ⁄ Cuántas primaveras vi por mi pequeña ventana ⁄ Una explosión de colores, jacarandas, bugambilias rojas, amarillas ⁄ Cuántas miradas ajenas han rozado ya mi cara ⁄ Cuánta gente extraña pasa sin decir nada, callada ⁄ Cuánto amor he recibido que se ha quedado prendido en el fondo de mi alma ⁄ Cuántos desengaños ⁄ Cuántas lágrimas amargas que he lanzado al olvido en un canasto sin fondo ⁄ Cuánta experiencia ha marcado mil arrugas en mi cara ⁄ Cuánto me ha dado la vida...
Su prosa diáfana y sobre todo su alegría innata son una especie de halo que recorre todos sus relatos, sus poemas. Tal como lo menciona Johann Romero en el prólogo –Alicia es la maestra de la lectura en voz alta– y leerla es cerrar los ojos y escuchar su voz. Es dejarse guiar confiados por la casa de los abuelos, por el color de su jardín y sus flores, sus aromas. Detenerte en cada palabra es adentrarte en un ser que lo ha vivido todo, que no teme al final. Alicia es ese personaje que quieres conocer y descifrar. Ella lo intuye y nos facilita el encuentro presentándose con “Umbral”, con éste abre la puerta y nos adentra en la intimidad de una casa habitada. Su juego con el tiempo es como un tintineo suave que va develando la sonrisa de una niña, el andar de una abuela, el recuerdo de la madre, la sabiduría como una nítida estela al andar con pies descalzos.
Sus diálogos son abiertos y frescos, exclaman la última llegada, alejada de temores y tristezas, fe serena, confiada en el amor. Y como la picardía y el quite siempre dan un buen sabor, aquí termina con este Triste Corazón:
En el cielo azul profundo botaste mi corazón ⁄ En pedazos lo regaste sin ninguna compasión ⁄ Tu retrato hoy tiré y alegre, encima de él, un huapango yo bailé sin ninguna compasión. ¡Enhorabuena, querida Alicia!
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