Semblanza en cuatro movimientos
En días pasados, durante las presentaciones de mi libro, apareció aquí y allá una serie de preguntas que no pude sino contestar con cierta torpeza, pero que tras reflexionar sobre ellas me llevaron a redactar, exento de formalidad pero no de humor, el texto que sigue abajo. Con insistencia se preguntó: “¿porqué escogiste la música? ¿cómo llegaste a ser director? ¿cuál es la historia detrás del artista? ¿qué recuerdos de tu infancia destacarías?”
Una respuesta general dio origen a esta semblanza de vida «en cuatro movimientos»:
I Nació en la colonia Roma de la Ciudad de México. Fue en jueves, día color beige. Sus padres recuerdan que ya en casa aventaba el biberón para pedir el «re-fill».
Pocos años después, antes que nadie de la familia despertara, se dirigía a hurtadillas hacia la tornamesa de la sala para extraer de entre la colección el mismo LP, y hacerlo sonar a deshoras a partir del tercer surco, una y otra vez, hasta que alguien en casa lo reprendiera para pedir silencio. Jugaba a dejarse llevar por el pulso asimétrico de una danza alegre a todas luces, del ritmo ternario de un vals cantado: el Brindis de La Traviata, en una Gala de ópera del Met, dato del cual se hizo consciente al verificarlo casi ya en la adolescencia.
II En el temblor del 85, la Central Quirúrgica donde había nacido se derrumbó. Tenía siete años de edad y ese jueves de septiembre, día beige azafranado, no fue a la escuela, se sentía agripado y lo despertaron los gritos de la señora de la limpieza, quien creía que el juicio final había llegado. Otro septiembre, pero de 2001, la historia casi se repite; mientras caía la primera de las Torres Gemelas, los gritos de su madre lo despertaron con una nueva anunciación del fin del mundo. Era martes, día color ámbar, como el timbre de la nota «La» central del piano.
Creció con una fuerte tendencia autodidacta, que algunos interpretaron como un signo de irreverencia. Absorto en pensamientos profundos, aún en medio del bullicio del recreo escolar, no faltó quien refiriera sobre algún trastorno de atención muy a la moda. Se enseñó a jugar con instrumentos musicales y a dar empíricamente con principios de armonía musical sin maestros, ni tutoriales de YouTube que mucho hubiese agradecido que existieran.
Debutar en teatro a los cinco años debió generar en él un amor temprano por los escenarios y los públicos reunidos en domingo a medio día. La danza moderna —que experimentó gracias a las coreografías teatrales—, entretenerse al azar con las páginas de las enciclopedias, y preguntarlo todo en voz alta, resultaba más motivante que la educación escolarizada.
Los libreros de la casa reflejaban las pasiones de sus padres; explorar la biblioteca fue sin duda un asunto más afectivo que intelectual. Consultar volúmenes desempastados y estudiar sus anotaciones era una forma de conocer más hondamente a cada cual. Los libros de física propiciaban conversaciones con él; los de psicología, con ella. La ficción, en cambio, era terreno neutro, por ello, Miguel celebraba en silencio cuando alguno de ellos llegaba a casa con una novela recién adquirida, cuyo color de lomo añadía un trazo más al impremeditado mural de libros.
Descubrió que la narrativa podría causar impresiones más profundas que las imágenes cinematográficas la tarde en que se aventuró a leer cuarenta páginas de la novela Tiburón; de un momento a otro se sintió presa de sensaciones hiperrealistas cuando la imaginación hizo casi tangible el dolor de una mujer que perdía una pierna tras ser devorada por las fauces del animal salvaje. La escena lo aturdió al grado de no acercarse a ninguna novela durante años; leer podía hacer real la desgracia de lo narrado.
III De un tiempo para acá graba mensajes de voz para verbalizar intuiciones que llegan sin avisar. Sucede que en medio de la ducha bien caliente le vienen las más valiosas; la humedad, el vapor, y pensar a ojos cerrados debe ser una forma de regresión al vientre materno. Es cierto que en la pandemia comenzó a dar mayor importancia a estas nociones estructurándolas como artículos periodísticos. De ahí nacen ensayos breves que saben a preludios o a pequeñas fugas, y que luego recopila en series de veintiuno en veintiuno. De no organizar este oleaje de intuiciones en contrapuntos de ideas, se sublevarían durante el sueño como una muchedumbre que protesta en avenida Reforma.
Tras dirigir un concierto sinfónico «se comería una vaca». La energía del aplauso del público perdura en su piel y resuena durante dos o tres días. Es entonces cuando agradece a esos grandes espíritus que merecen el reconocimiento, los compositores.
A la fecha, dirigir le recuerda aquel momento de la infancia, cuando al ver por primera vez a un director de orquesta creyó que la batuta salpicaba acordes sinfónicos. Apenas comenzaba a caminar y, aun erguido, no alcanzaba a ver a los músicos en la tarima, lo que acentuaba la sensación de que el artista en el podio se hallaba solo. Hoy sabe que aquel fin de semana paseaba de la mano de su madre por el Alcázar del Castillo de Chapultepec. El recuerdo llegó como una revelación a sus 28 años, al contestar, en entrevista telefónica desde la Ciudad Universitaria de París, a la pregunta por su memoria más temprana en torno de la dirección de orquesta. El cuestionamiento de la periodista hizo emerger la memoria desde lo recóndito; más que vano recuerdo, la huella primera, ala que resquebraja el cascarón, vislumbre de futuro.
IV Durante reuniones sociales, o sonríe como Mona Lisa y calla, o habla demasiado. Lo segundo es indicativo de mejor humor.
El canto eterno de la gran música hechiza muchos momentos de su día; cuando no la dirige, reflexiona sobre su naturaleza; cuando no la hace sonar en algún instrumento, indaga un aspecto desconocido de ella; cuando no juega a ordenar sonidos en un pentagrama, comparte una conclusión nueva a través de un texto, una conferencia, o una charla donde incita la réplica lúcida de sus interlocutores. En tiempos libres toca el bajo y el saxofón en una banda de jazz con amigos de toda la vida. Al improvisar, la teoría «le hace ruido.» No disimula su fascinación por el ritmo.
Como le sucedía a Ernesto de la Peña, de una librería, «nunca sale ileso.»