Me dijo que le hablara, sobre todo, de septiembre. Lamentaba saber muy poco de México: que era el mes patrio y también el de los temblores. Escribía el texto y trataba de explicarle que hacía cinco años, al filo del medio día, yo escribía la palabra “irreverente”, refiriéndome a la muerte de mi amigo el polémico, ese que siempre brilló por ser políticamente incorrecto. Le dije que apenas terminé de escribirla —la palabra— y justo sonó la alerta sísmica. Salí a tropezones del edificio con media chancla al pie y el sostén desabrochado colgando en la cintura. Le decía que en la calle varios andaban a medio vestir y que mi vecina, la más recatada de todas, había salido enjabonada y envuelta en una bata de baño. Que, aunque practico la meditación y conozco el principio budista de la impermanencia, no hay poder místico ni humano que me aquiete cuando escucho el aviso de la alerta sísmica. Todos, desde 1985, lo que sucede justo el día 19.
Seguía con mi relato. Olvidé contarle lo patrióticos que solemos ser, sobre todo en la demostración culinaria y en el atuendo tricolor. Me ganó el sentimentalismo y me centré en decirle que septiembre es un mes muy simbólico: bello, pero contrastante y cruel. Que la semana pasada acababa de participar en un homenaje por los 80 años de vida gloriosa y prolífica de mi querido maestro y que ese mismo día en la tarde asistí a una misa de difuntos; una amiga acababa de morir. También desde que empezaba a correr el primer día me ensimismaba por la nada; a mediados cumple años mi madre y un treinta fue la última exhalación de mi padre; apenas un día antes él había apretado fuerte mi mano sin saber que sería el mayor gesto que me dejaría.
Remembraba que ese mes partió Amy Winehouse, un ángel de fuego que quiso cantarle al mundo y embellecerlo apenas un poco. Me enteraba de la muerte de Javier Marías y con ello perdía la ilusión de encontrármelo algún día de mi vida caminando por las calles del centro de Madrid para preguntarle cómo podía escribir tan bellamente los desfiguros en que solemos caer los humanos y denunciar sin falsas cortesías la mojigatería disfrazada de decencia. Escribir y publicar, que te compren un libro y que te lean es algo que pocos logran, así que, ésta que escribe recuerda cada septiembre que esa oportunidad la vio en el periódico Noroeste, hacía ya 15 años, en el mismo aniversario de fundación de Culiacán.
Apenas memoraba lo anterior, le contaba a detalle los motivos de celebración y de alegría personal, así como la orfandad y el desasosiego que me provoca el mes de septiembre, cuando me paro para atender, sin demora, el simulacro de sismo; justo a las 12:19 del medio día. Salí, intercambié impresiones con los vecinos en la calle, celebré que también salieran los niños y que civilizadamente, luego de unos minutos, regresáramos a los respectivos interiores. Retomé la escritura, le hinqué el diente a un bocado de aguacate y tomé unos sorbitos de café. Pasados los minutos, escucho de nuevo: “aleta sísmica, alerta sísmica”. ¿La alerta? , ¿otro simulacro? Dudo en salir y en eso escucho un portazo del departamento vecino. Abandoné la molicie, echo una ojeada al departamento (no sé por qué), tomo mi mochila y bajo corriendo. En la escalera pregunto ¿es real?, sí, responde mi vecina. De nuevo en la calle sobre un suelo movedizo: septiembre 19, 2022, 01:05 pm; septiembre 19, 2017, 01:14 pm.
De nuevo el silencio. Ya no subí al departamento. Intenté llamar por teléfono; cero señal. Caminé con mi mochila al hombro. El día está nublado. Septiembre continúa, apenas 19 y vienen los 43. Ya no supe qué escribir. Me detengo en un café. Empieza a llover.
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