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Las alas de Titika

No soy yo

LAS ALAS DE TITIKA

Lejos y fuera. ¿Dónde es lejos y fuera que no esté cerca y dentro? En la búsqueda del espacio perfecto se perdió. Cansada como estaba de las playas violentadas por el ruido, buscó su nuevo espacio idílico. Un sitio donde aún se escuchara, si no las olas sí el eco del viento. Un lugar que no la excluyera del mundo y le permitiera cavilar con claridad. Hacía tiempo que la atormentaba la llegada de la inteligencia artificial.

Acababa de perder su teléfono móvil y al apersonarse en la oficina de atención al cliente, no había manera de probar que ella era ella pues no recordaba las claves de seguridad para recuperar su número, sus redes y su correo electrónico. Ni la credencial de elector le valió para probar su identidad, le dijeron que los estafadores las clonaban idénticas y ya no confiaban en éstas.

Estuvo a punto de plantarse a llorar frente a la señorita del mostrador; guardó la compostura y solicitó hablar con el gerente. Ya frente a él —y en el tono más amable que le fue posible— le dijo que no abandonaría la oficina hasta que le recuperaran su número telefónico, porque ella era ella, y que le hiciera como quisiera. El gentil hombre sonrió —con esa sonrisa aprendida que le valió el puesto, pero intentando mostrar que le salía del alma— le pidió que escribiera seis números telefónicos a los que llamaba con mayor frecuencia para rastrearlos en el sistema y comprobar que ella sí era ella. Ella tomó más aire del necesario —imaginó aire puro de su nuevo lugar idílico— y le dijo que con batalla recordaba el de su madre. El gentil hombre, con gesto desconcertado, respondió que por favor guardara las formas. Sorprendida respondió que no se lo tomara personal, que ella así le llamaba a su progenitora, es decir, a su madre. El hombre insistió en los seis números, ella en repetir que sólo sabía él de su madre, y que ésta nunca contestaba pues estaba medio sorda. El gentil hombre —que ya empezaba a perder el buen tono— le pidió que le dijera el año exacto y la tienda donde había comprado el teléfono. La mujer soltó estruendosa carcajada: “qué le pasa, sí apenas me acuerdo de mi número y ahora me pide que recuerde semejantes e intrascendentes cosas”.

$!No soy yo

Cerró los ojos y respiró profundo —segundos de silencio—. Se recompuso y le pidió al hombre —en tono condescendiente— que entendiera que los SIS TE MAS —así lo dijo— fallaban, y su compañía debía de tener otros SIS TE MAS de verificación. Que su madre justo acababa de pasar por un episodio parecido pues en el banco su huella digital ya no respondía a la que le habían tomado años atrás: “el cuerpo cambia, señor gerente, las huellas de mi madre también han cambiado”. El gerente —quien ya se había percatado de la cantidad de curiosos que seguían el alegato— le dijo que le permitiera un momento que consultaría con su superior. Apenas le dio la espalda levantó los ojos al cielo y pestañeó dos veces —como si estuviera en un sueño, pero era real, esa mujer estaba allí— Regresó rapidísimo y le dijo que le tomarían la credencial de elector como identificación válida y oficial. Satisfecha le extendió la mano en señal de paz. Recuperó su número telefónico. Empezó a preocuparle, verdaderamente, la llegada de la inteligencia artificial; no sabría qué hacer con eso.

Continuó su búsqueda. Además de la IA y la contaminación de las playas, había quienes se pronunciaban para que las bandas de música tocaran libremente a cualquier hora del día: “los músicos tienen derecho a trabajar”, eso sí la trastornó. Perdió la esperanza en las playas y pensó en las pirámides. ¡Claro! Su nuevo y alejado paraíso. Luego del caos vial, al fin llegó. Subió. Abrió los brazos, respiró profundo. Agradeció con reverencia hacia los cuatro puntos cardinales. Se sentó de espaldas al Sol. Sintió paz. Apenas unos minutos escuchó la voz gangosa de Peso Pluma; salía de la bocina de otro derechohabiente del espacio. Dudó ser ella, aseguró ser su doble trastornada por la maléfica IA con un sistema fallido.

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