Los vagabundos solemos dar, casi siempre, con un hecho, un andar, un sonido o una mirada que nos saca un suspiro capaz de calmar el ansia. Esta mañana visité el café Río, ese que se encuentra olvidado en el centro de la ciudad y que es atendido por dos hermanas con nariz de desodorante de bolita. En él había un dependiente nuevo; un jovencito de andar muy recto, rostro apacible y ánimo refinado. Tomé asiento y de pronto escuché la plática de la mesa vecina que ocupaban un señor y su padre de casi 100 años: don Juvencio. Atenta al diálogo, que empezó entre los tres personajes, veo que el joven saca de la parte baja del mostrador algo parecido a un portafolios; una caja maltratada y vieja. Éste se encamina a la mesa y arrima una silla al lado del anciano. Coloca la caja negra y la abre con sumo cuidado. Yo, disimulando el interés, no pierdo detalle. Papá, Ale trajo su tocadiscos para que usted escuche una canción. Es un fonógrafo, una reliquia, que transportó en el Metro sólo para mostrárselo a usted. Todo se lo dijo en voz alta y pegado al oído del anciano quien asintió con un movimiento lento de cabeza.
Allí estaba el tocadiscos de maleta, listo para tocar un disco de 78 revoluciones, también propiedad de Alex. Un animoso momento se empezó a departir entre las tres generaciones ignorando las prisas de peatones que afuera resolvían el tormento y la desgracia del mundo. Por mi parte, yo estaba aturdida entre dos chismes —en la mesa contigua— alguien escuchaba todo tipo de noticias: “Te felicito, es una dedicatoria de Shakira para Piqué; Alito entra a una clínica reconstructiva: ¿lipo o hialurónico?; Jaime Maussan confirma presencia de tecnología OVNI; hashtag # no me subiré al Tren Maya... en eso suena un tango de Gardel. En automático la música envolvió el lugar y fue como si cada objeto de la cafetería fuera trastocado por un halo de tiempos anteriores. Olvidé las noticias y me uní a la tertulia que escuchaba Volver. Hablaban del reciente cumpleaños de don Juvencio quien había departido pastel y bailongo con sus compañeros de asilo. Su hijo lo trae todos los jueves a la cafetería y, esta mañana, me contó anécdotas sobre su padre. Ale, de 20 años, es amante de las antigüedades y lo que trajo hoy es un gramófono “uno de los varios que tengo”. Supongo que apenas te alcanza con lo que ganas en el café. “Sobrevivo y, sí, me alcanza para darme mis gustitos”. A los 16 años, Ale trabajó con un restaurador: “Me tocó restaurar unos muebles de época, propiedad de María Felix. Mira, este bordillo que tengo aquí (toqué su piel en el antebrazo) es una astilla que me quedó como recuerdo”. Tendrás que quitarla, le dije. “Claro que no, si es mi orgullo”. Me contó que en el terremoto pasado perdió un estante completo de discos y que eso sí me entristeció, “se hicieron añicos con las sacudidas”. Ale hablaba entusiasmado sobre su afición y sobre su grupo de amigos con quienes colecciona objetos de 1920. Yo lo escuchaba y recordaba a otro joven más pudiente quien acababa de contarme su desaliento por la vida; su madre le proveía todo pero él no encontraba cómo entusiasmarse. El característico sonido del gramófono amenizó aquella mañana pletórica. Reconfortada, me despedí de mis nuevos conocidos y abandoné el lugar. No supe si el humo había disminuido, eso ya no importaba, el encuentro de esa mañana había limpiado por completo el gris panorama.
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