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Las alas de Titika

Miedos deconstruidos

LAS ALAS DE TITIKA
04/04/2025 09:34

“Ayer disfrutando en el concierto y ahora en el Ministerio Público denunciando a un abusador. Así es nuestra amistad, en las buenas y en las malas”. Dijo eso y sentí orgullo por su valor, y un poco de pena por mi cobardía. A medida que envejezco le concedo más razón a lo que dijo H D Thoureau: nada tenemos que enseñarle a los jóvenes, ellos deben explorar nuevos y mejores caminos, —apenas parafraseo—... Y así cada generación. ¿Qué habría de enseñar, a no ser hierros?, ¿por qué habría de coartar sus posibilidades con mis miedos? Yo estaba allí en calidad de testigo, pues efectivamente un desequilibrado estaba alterando el orden común, intentando allanar un espacio privado y ella fue la única que se atrevió a ponerle un alto y recibió una patada. Nadie, antes, tuvimos el valor de hacerlo. Ella, jovencita, estaba allí, temblando, con sus labios pálidos, haciendo frente al derecho que tenemos todos de vivir seguros y en paz. ¿Dónde está la sororidad?, sólo me quedaron preguntas.

Justo en marzo; por cierto, este 8M fue la primera vez que no asistí a la marcha feminista —decidí poner más atención a las acciones en corto, a observar lo que hacemos, lo que hago— Por cierto, una colega ha escrito “el feminismo ya fue, ahora, como siempre, la lucha es de clases”. La lucha, de entrada, es personal y cada cual asume su propio feminismo. Lo que sí aprecio es como las mujeres seguimos con miedo a la denuncia, tanto así, que somos capaces de soportar abusos de todo tipo en el silencio más aterrador. Eso sentí, su miedo y mi rabia, al leer una denuncia pública, este mes de marzo. Una colega se armó de valor y escribió una carta que publicó en su columna. Rompió el silencio. “Se lo debía a la niña que fui”. Vivió una infancia de agravio. A los ocho años fue violada por su hermano, a los 24 años se atrevió a hablarlo en terapia y muchos años después se lo dijo a los otros hermanos. Esperó a que murieran su padre y su madre —para no lastimarlos— y sus otros dos hermanos, para hacerlo público. De su familia de seis, ahora sólo quedan ella y su violador. “Hoy rompo el pacto de silencio, Felipe, para que sepas que hay consecuencias. Hermano, lo que hiciste se llama violación”. En una entrevista, dijo: “Las violencias que viven las infancias están en casa, que es donde se debían sentir más seguras”.

A diferencia del valor de mi joven vecina, el valor que ahora muestra mi colega no lo forjó entre los personajes de su pasado, en su familia, le tomó su propia vida construirlo ella misma. Sólo quise abrazarla. Así también le ha costado a mi amiga, la talentosa artista, reconstruirse pese a su propia familia. Sus hermanos le avisaron: “murió nuestro padre”, ella sintió pena de no sentir nada. Su silencio me dice mucho más que cualquier palabra rota.

Dicen que el miedo es una alerta que nos protege, creo que da cuenta de la fuerza propia. Hoy necesito armarme de valor y me prendo del de mi joven vecina para seguir haciendo frente a los abusos ajenos y propios. Es claro que hay un miedo explícito ante un acoso público, a la violencia vil que vivimos estos días a la vista de todos y a la que estamos expuestos mujeres y hombres, pero no es menor el miedo silencioso, ese que llevamos dentro y que acaba igual con formas sutilmente destructivas. Admiro la denuncia pública de mi colega y que, pese al tiempo —cada cual tiene el propio—, haya pronunciado el nombre de quien la violó de niña.

“Si yo pido auxilio, igual quisiera que alguien corriera por mí”, dijo mi joven vecina quien claramente nos dio una lección a toda la bola de anquilosados que habitamos el edificio; un hogar en conjunto en el mejor sentido de la palabra.

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