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Exposición

Lleva Kijano ‘El color de mis edades’ al Palacio de Minería

‘Si yo no pintara, me gustaría morirme’, señaló el artista originario de Guerrero, que radicó durante muchos años en Culiacán

El artista Carlos Maciel, Kijano, presentó su exposición titulada “El color de mis edades”, en el Palacio de Minería de la UNAM, en la Ciudad de México. La muestra comprende 81 obras llenas de creatividad, magia, fantasía y colorido que se pueden apreciar hasta la fecha límite, el 29 de enero de 2025.

La exposición abarca diversas salas con diferentes temáticas: Sueños de locura y juventud; La rosa cromática; De la danza y la música; Los arcanos mayores del Tarot de Marsella; Las recatadas decimonónicas y las naturalezas muertas, pero no tan muertas; Los claroscuros del color y la palabra, Rodrigo Moya (tributo a un fotógrafo octogenario).

La inauguración de la muestra fue precedida con la proyección del multipremiado cortometraje, “Kijano, El color de mis edades”, filmado en 2021, bajo la dirección de Ángel Caballero y fungiendo como entrevistador Enoc Leaño. La música es de Chéjere.

El evento fue auspiciado por la UNAM, institución que estuvo representada por Víctor Manuel Rivera Romay, jefe de la División de Educación Continua y a Distancia, así como por María Teresa Martínez López Díaz Mercado, Coordinadora de Comunicación y Eventos del Palacio de Minería.

Carlos Maciel es originario de Guerrero, pero muy joven se trasladó a la Ciudad de México, posteriormente radicó en Culiacán y actualmente vive en Cuernavaca. Precisó: “Yo recuerdo mi llegada a la Ciudad de México con una mano atrás y otra delante: dos pantalones, dos camisas, dos calzones, zapatos, eso sí, y una hoja de plátano para resguardarme del frío”.

Agregó: “Para mí, la Ciudad de México fue un aprendizaje, porque ahí yo empecé a soñar, fueron mis primeros sueños en grande. Entendí que la Ciudad de México era más grande que mi pueblo, y entendí también que el mundo era más grande aún que la Ciudad de México”.

Pinto, luego existo

A través de la pintura encontró su razón de ser y de existir: “Pienso que, si yo no pintara, me gustaría morirme”.

Explicó que el ser humano es, en ocasiones, aburrido y supone que lo sabe todo; pero, como decía Sabina: “solamente los enamorados lo saben todo”.

Para Kijano, hay que saber vivir la vida, quitarle toda la solemnidad con que la complicamos; revestirla de color y arrojarnos a ella con el amor y pasión con que se juega: “La vida para mí siempre ha sido un juego, voy a confesarlo; el juego no te obliga a nada; el juego solamente te da placer y es interminable. La gran tragedia del ser humano es cuando deja de jugar, y cuando, de pronto, lo que tú tienes que hacer con amor y pasión, se convierte en obligación. Eso es lo terrible”.

Cuando pinta, indicó, se introduce en un universo lúdico de color, magia y fantasía, buscando transmitir en este mundo desencantado un sublime amor a la vida: “Yo siempre juego. Nada de lo que pinto, lo pinto solamente al azar. Las flores, los jardines, siempre han formado parte de mi vida. Yo quiero que cuando alguien vea un cuadro mío, no se esté cuestionando si la vida es terrible, porque los horrores de la vida son tan grandes que un buen pesimista tendría que pegarse un tiro de inmediato. Toda mi vida es un juego, juego a pintar la vida, juego a pintar los sueños. Si logro transmitir algo de esta felicidad, de este amor, de este gusto por la vida, entonces, a lo mejor, ya estoy haciendo algo”.

Pintar, gozar y viajar

Vive en Cuernavaca en la casa que construyó, diseñó y habitó Erich Fromm desde 1957 a 1973, “por lo que tiene todas sus buenas vibras”. Especificó que el título de sus cuadros va surgiendo poco a poco de acuerdo a la misma obra, sin esfuerzo, porque él nada hace con esfuerzo.

Kijano afirmó que siempre pensó en salir, viajar, conocer otros mundos. Incluso, recordó que su madre le leía cuentos rusos, y sin saber por qué soñaba con Rusia, con la nieve, y que alguna mujer, de esas blancas, de esas que describían Dostoyevsky o Tolstoi, lo amara y a la que él pudiera amar.

Su casa parece museo. De las paredes penden multitud de cuadros, algunos de obras propias, pero también posee una buena colección de autores destacados y reconocidos. Se detuvo un momento para explicar un cuadro que tituló Independencia y Revolución, con el emblemático monumento que representa a esta última gesta heroica, mientras un hilo de sangre separa ambos movimientos bélicos. Sentenció que somos un país roto porque no hemos podido construir, después de 200 años, una democracia, ni siquiera incipiente.

La redención artística

Desplazándose por el túnel del tiempo, rememoró la mejor definición sobre la necesidad del arte que ha escuchado. Con ojos brillantes y hablar solemne, engarzó un añorado instante en que cabalgaba con su papá: “íbamos a caballo, yo, lleno de lodo porque la cola del caballo chicoteaba y me salpicaba; mi padre se bajó de su caballo, me alzó, me besó y me preguntó si me gustaban los poemas. Me había declamado en ese momento a Neruda y a Rafael Alberti, y me dijo: “hoy, no sabes para qué sirve la poesía, pero cuando seas grande vas a entender que el hombre no puede vivir sin poesía”.

Carlos Maciel cultiva su ego, pero sin incurrir en egoísmo. Con Ortega y Gasset piensa que el yo no puede ser aniquilado, porque no habría quién redimiera las circunstancias: “Mi ego es tan grande, que de una cosa sí estoy seguro, que mi obra va a quedar. Por eso, no me importan los críticos, ni ser famoso, es algo que me tiene totalmente sin cuidado”.

Precisó que la mayor coleccionista de obra suya es una rusa, quien tiene alrededor de unos 200 cuadros. Mencionó que un día la mujer estaba muy mal, muy dolida, y le escribió una carta muy hermosa, donde decía: “Carlitos, cuando siento que ya no tengo deseos de vivir, recorro toda mi casa, me siento en distintos lugares y veo todos tus cuadros con sus demonios -como tú les dices- tus fantasmas, tus duendes, tus chanecas (leyenda del estado de Guerrero), tu mundo inverosímil; y, entonces, digo: “vale la pena vivir'”.