(Fragmento de La mujer que quiso hacer todo al revés)
Recién graduada de la universidad, Cecilia contrajo matrimonio con su novio oficial, de quien estaba muy enamorada. Era una hija ejemplar y una excelente estudiante. La típica niñita de papi, que además de asistir a la escuela debía dominar los santísimos oficios del hogar.
Consentía a su prometido con exquisitos panqués de fresa. Te imaginas, ¿a quién carajos se le ocurre meterse a la cocina y hornear postres cuando tienes quién lo haga por ti?
Sobre todo cuando el tipejo es un holgazán; bueno, Cecilia todavía no lo sabía. Ya me distraje, pero así era, y es que esas acciones sí nos daban en toda la madre a aquéllas que estábamos en plena exigencia de igualdades. Ésa es otra historia. Te decía que Cecilia se casó al terminar la carrera de Economía.
Tenía la intención de hacer estudios de posgrado en Producción Agrícola; cosa rarísima para una mujer de su época. Pero una vez que estudió lo que su padre quiso, se sintió lista para hacer su voluntad y dedicarse a trabajar las tierras de la familia, lo que había deseado desde niña. Una vez más se lo impidieron. No era un trabajo digno para una señora distinguida. Ya bastante habían hecho sus padres con permitirle estudiar Economía como para seguirle el jueguito y verla montada a caballo vestida como macho. Así que antes de que tuviera tiempo de reaccionar, su mamá la convenció de que, en compañía de su ahora recién esposo, atendieran el nuevo proyecto y empresa familiar: Pastelería París.
Una vez más no tuvo fuerzas para negarse a cumplir la petición de sus padres. Eran tan buenos y ella era su única hija. Enamorada, inteligente y trabajadora, en menos de lo esperado, Cecilia logró agrandar la empresa. Tenían más de cincuenta empleados y tres Pastelerías París: dos en el Centro de la Ciudad y una en provincia. El siguiente paso era preparar los banquetes de las familias de mayor alcurnia del Distrito Federal.
Ésos eran los piensos de Cecilia para luego dedicarse por completo a la academia; una vez más ya había cumplido el deseo de convertir a su padre en abuelo y le dejó claro que las gemelas eran suficiente, que no buscaría al varoncito como él tanto le decía. Casi augurando la situación y para no contrastar con el resto de los matrimonios bien habidos, Cecilia sorprendió a su esposo enredado con una de las empleadas de mayor confianza.
Esa traición fue algo que nunca imaginó y que trastocó por completo su vida. Cuando indagó un poco más, supo que le había montado un departamento de lujo en el centro de la ciudad y que tenía un hijo con ella. Su tristeza y decepción fueron tan profundas que, dijo mi informante y amigo íntimo de Cecilia, ella, literalmente lo vio metido en una caja de muerto.
Qué extraña visión, sí, pero nada extravagante. Lo que siguió no fue una reacción nada común. Sin importarle el prestigio de la familia, Cecilia le exigió el divorcio a Octavio. Él le dijo que estaba loca y que nunca se lo daría, que todo eran inventos e ideas suyas. Consternada por su cinismo y sin deseos de enfrentarse al que la había tratado como a una mujer estúpida, habló con sus padres y los puso al tanto. También les dijo que Octavio le había negado el divorcio, pero ella iniciaría un juicio legal. Su padre se ofuscó.
Le dijo que no era para tanto, que un segundo frente lo tenía cualquiera. Más bien, eso era algo bien visto en un hombre. “Claro, siempre y cuando le dé su lugar a la familia”. Cecilia no podía creer lo que su padre le decía, ella era la engañada, además su niñita, ¿cómo permitía que alguien se burlara así de ella?
Cuando habló con sus hijas, con toda la ternura que le fue posible pues no quería lastimarlas, María, la más inquieta, le dijo que su papi estaba triste porque ella se había enfermado y no querían que se fuera al hospital. Cecilia se sintió derrumbarse. Abrazó a sus hijas. Lloró sin decir nada...