Lo enciendo y veo una notificación. Se trata del mismo usuario, todos los días lo mismo, ya me estaba impacientando. Mas me habían sugerido, que no ordenado, atender a los lectores, escucharlos y dialogar con ellos, generar ese lazo que hace que lo publicado tenga sentido. Les digo que él sólo me ataca. Me dice que no entiende lo que escribo, que fulana o mengana son mejores y que debería aprenderles lo mínimo. Es cruel y parece que me odia. Tan fácil que es no leerme, pero insiste y digo que quiere desquiciarme. Me volvieron a sugerir que no me lo tomara personal y que fuera empática. Me reté a escucharlo y a encontrarle sentido a lo que me escribe. No pasó mucho para darme cuenta de que el susodicho tenía la boca repleta de razón. Mi molestia, que ahora reconozco como necedad, es que me dio en donde más me duele. Me señaló las mismas cosas que odio de mí, esas de las que no puedo desprenderme. Ya me había dicho mi amiga “por qué tendrá una ese modo tan feo, pobres de quienes tienen que tolerarnos. Más a ti que a mí, claro”. Pero ese lector no estaba obligado a leerme, mucho menos a convivir conmigo de ninguna forma. Respiré hondo, me armé de aliento y le contesté. “Hasta que se dignó”, fue la respuesta del ocotito. Entrados en el diálogo, me hizo una lista de sus quejas como lector.
Me dice que mientras todos están hablando sobre un tema importante, yo salgo con una retahíla de sandeces que a nadie le importan, tonterías que nada tienen que ver con el trending topic; que eso lo desquicia. Tiene razón. Asumo que en el fondo soy una cobarde. Empiezo a debrayar y le digo que justo mi idea es mostrar lo incongruente que es el mundo; pero la verdad es que soy ordinaria y ególatra; él lo sabe, y es lo que ambos odiamos de mí. Me tenía impresionada con su análisis, con su profundidad, sin duda un buen lector; me había leído de pe a pa y estaba contrariado con mi mediocridad.
Ya entrados en la claridad de ciertas ideas y asumidos como interesados interlocutores, su tono empezó a cambiar. Más que pronto le tomé cariño. Mira que leer con tanto ahínco, y tomarse el tiempo, no es cosa simple. Mi aprecio fue tal, que lo invité a tomar un café para charlar en directo. Se alegró y acordamos una cita. Llegó el día. Nos encontramos y estrechamos las manos. Hablamos de algunos autores y de historias llevadas al cine. Me confesó que habría querido ser actor o músico de rock, pero las circunstancias de la vida lo habían llevado a ser peluquero de artistas; que ha hecho la imagen de algunos cantantes juveniles, pero que ahora quisiera escribir sobre la autoexplotación. Lo animo y le digo que es un buen tema, que yo podría leerle sus textos, si es que tuviera alguno. Me dice que sí, que tiene varios, pero que no está muy seguro de mostrarlos. “No seas tímido, qué puede pasar”. Quedó de revisar y de enviarme por correo lo más pulido.
Al día siguiente recibo varias cuartillas de su proyecto de novela. Leo con atención, “me gusta”, le escribo, “sólo tendríamos que cuidar el orden sintáctico y definir el centro de la historia, uniformar el tiempo narrativo, apostarle a la economía de las palabras y eliminar los clichés”. Tardó días en dar señales. A la semana me respondió iracundo, que quién me creía para atreverme a señalar su estilo, que era una engreída arrogante, una mediocre resentida. Le respondí al momento, “bien que tenías razón”. Me borró de sus redes y fue como si nunca hubiera aparecido. Me quedé triste. Y yo que en mi próximo encuentro esperaba cambiar el café por cerveza y proponerme como protagonista.
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