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Columna

Expresiones de la Ciudad: El tren bala que se nos fue

Hubo una época en la que Culiacán olía a tierra mojada, porque las familias solían regar las calles todas las mañanas.
La ruta del paladar
16/03/2021 11:57

A mí no me tocó esa belleza que aún se puede percibir en algunos pueblos del entorno, pero sí a Miguel Tamayo, cuando él era un adolescente, tal como me lo dijo hace 18 años, por los días en que andaba yo husmeando cómo era la ciudad en la década de los 40, la misma que Martha Castro Cohn había descrito espléndidamente en el libro “Culiacán a través de los Siglos”.

Tamayo ya no está con nosotros y tampoco la autora de aquel entrañable “Epistolario”; y en cuanto al tierno perfume a tierra mojada, es un recuerdo de rancho que dejo emanar de vez en cuando.

Tras aquella entrevista a Miguel, supe que había habido una categoría de tren muy distinta al que a mí me tocó experimentar por el rumbo de los 80, como por ejemplo que el Sudpacífico, como le decían, contaba con vagones de suma elegancia y un comedor con todo el servicio de porcelana, un tren que corría de Nogales a Guadalajara y viceversa, de modo que podías viajar a cualquiera de las ciudades intermedias, siempre y cuando una lluvia huracanada no hubiera provocado deslaves sobre las vías, porque podía ocurrir que te quedaras plantado en la estación, con todo y equipaje.

No sé ustedes, pero de mi lado sí tuve la oportunidad de hacer tiempo en la estación de Culiacán, mientras aparecía el tren ‘bala’, como era conocido, aunque, a decir verdad, de bala no tenía nada.

El primer viaje que hice fue de Culiacán a Guadalajara, aunque en realidad me dirigía a la Ciudad de México, donde participaría en una asamblea nacional del Partido Mexicano de los Trabajadores, el añorado PMT que dirigía Heberto Castillo, el hombre que tenía un sol por corazón, a quien tuve el honor de conocer y quien me enseñó el valor de la verdad, con su libro “Si te agarran te van a matar”.

Quiero decir, y digo, que aquella vez tildé al viajecito en la condición de desesperante, hartamente cansado, porque no crea nadie que sólo hacía alto en las estaciones oficiales: me tocó ver que, como si le hicieran señales de ¡párate!, trasladaba humanidades de un pueblo a otro; y ya no se diga de la incomodidad por las personas que viajaban paradas, debido a que no había un hasta aquí de acuerdo a la cantidad de asientos. Una vez cedí mi lugar a una doñita que cargaba un amarradijo de gallinas.

Luego de algunas horas, tu piel y tu ropa y hasta tu alma estaban penetrados con tufo a óxido, amén de los sudores propios y ajenos, porque cuál aire acondicionado y cuáles platitos de porcelana, como contó Miguel, pues se sumaban olores a burritos de machaca, a tortas con repollo y a sándwiches.

Y sin embargo aflora el orgullo por haber conocido y viajado en dicho tren; y evoco con nostalgia la romería de vendedores que te ofrecían de todo por las ventanillas, en cada alto del ferrocarril. Y la maravilla que sólo podrán constatar quienes también vivieron la odisea: el hecho de cruzar el Plan de Barrancas, en Jalisco; aquellas oscurecidas en los vagones cada que el tren se metía por los corazones de los cerros, a manera de túneles, que, por supuesto, primero me dieron un espanto de, ay, Diosito mío; pero, después, la tierna sensación de niño divirtiéndose en los juegos de la verbena.

Muy luego fue cotidiano abordar el tren rumbo a Ciudad Obregón, Sonora; incluso una vez me andaba dejando y de un brinco me trepé a la locomotora, ante el asombro del maquinista que vio la hazaña, que volvería a cometer si el tren bala todavía corriera por los rieles de la ciudad. Y punto.