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Columna

Entre palancas te veas...

LAS ALAS DE TITIKA

Muéstreme sus credenciales, me dijeron. Con los años supe a qué se referían. Sigo sin ellas, más bien gracias a ellas es que sigo como supuse sería. Crecí sin charolas, sin palancas. Mi amigo me repetía: hay que aprovechar esa palanca, nos puede abrir muchas puertas. Ahora nos vemos las caras y suspiramos por habernos librado de semejantes fauces; esa apenas fue la muestra para afirmar que codearnos con los acomodados era como quedar en el limbo. El nuestro seguía siendo el camino de siempre; nuestros padres apenas habían terminado la primaria y no traían linaje a cuestas. ¿Qué pensábamos que seguía? Nos dijeron que la meritocracia ya estaba fuera. Sin esa atajo casi casi estábamos condenados. Mi amigo y yo no desistimos. Nos repudiaron. Nos dijeron engreídos, pobres diablos. No importa, salimos avantes. Luego luego supimos de qué se trataba. Nos la jugamos, dejamos el nido.

Dame tu Twitter, no tengo. Lo cerré. No me creyó que sólo me duró un día. No pude con la rabia que se promueve, con la supuesta libertad. No, tampoco era ese el camino. Ya nos habíamos librado de la vigilancia primigenia. De esa ambición ridícula de llegar a ser alguien por conectes; seres importantes por arrejuntarse con los poderosos. Una vez más solicitaron las credenciales. No estaban vigentes, continuamos fuera del cuadro. Mi amigo sucumbió; eso pensé. No fue así. Se había apartado, no soportó la presión. Desanduvo lo andado. Adquirió sus tarjetas. No le sirvieron de mucho. Esas no valen, le dije. Me había enseñado las del metro, las del Seguro Social y las de puntos naranjas del supermercado. Son las únicas que hay en donde vivo, continuó diciendo. Es verdad, mi amigo había perdido el juicio.

Me desanimé al verlo. Sentí frustración, impotencia de reconocer que les daba razón: no hay hueso sin padrino. Teníamos que tragarnos eso que habíamos dicho: que esos eran una bola de advenedizos. Intenté sacarlo del hoyo, no quiso, lo dejé solo. Seguí sorteando la vida. También los señalamientos y la sorna. De querer publicar, ni soñarlo. Los años habían pasado. Ya no tenía cómplice y seguía siendo la engreída pueblerina que hacía sus apariciones en eventos marginales.

Anunciaron un maratón de escritores en la ciudad y me anoté. Para mi sorpresa, él estaba entre los participantes. El día llegó y su esfuerzo me inspiró: “Unos dicen que es suerte, otros que es carisma. Yo les insisto que es hambre; se ríen. Me dicen que seguro tuve una buena palanca. Si conocieran mi vida sabrían de lo que hablo. De lo único que me he colgado es de los tubos del metro y de la micro. De andar del tingo al tango haciendo eso que muchos no creen: hacer lo que quieres, seguir intentando. También me he colgado de los pañuelos cuando el moco sale por la frustración. Pero me siento bien de haber resistido. De no deberle nada a nadie. De no andar lloriqueando; ni a quien le importe. Hay que jugársela, pero creérsela. Y yo en esto creo. En los pequeños esfuerzos, en no dejar de mirar lo que inspira. En dejar de escuchar las voces. En mi colonia, de niño, decían que las palabras no cuentan. Que ese es un gusto de yuppies, un pasatiempo burgués. Que mi voz no cuenta, que había nacido homo faber y que sólo valían mis manos. Pero hoy estoy aquí. Sigo sin charolas y conservo el gusto de sentarme frente a ustedes, de aplaudir las historias de los colegas y de agradecer que escuchen las mías”.

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