Nada mejor que reencontrar las vivencias que marcaron momentos de vida para entablar un encuentro sincero con la escritura. Va aquí un texto escrito por Alyn Alexandra Plata Cardiel, estudiante del CECyT 15, del Instituto Politécnico Nacional. Un relato evocador, resultado de un ejercicio literario del taller que imparto, con orgullo, a jóvenes del IPN. Felicidades, Alyn y que este sea el inicio de un buen camino en la escritura.
“Media noche del 25 de diciembre, por fin había terminado la Navidad. La verdad ya no me resultaba tan emocionante como cuando era pequeña; mi ilusión había muerto junto a él, y más aún cuando mi mamá decidió marcharse de aquella casa que guardaba su recuerdo.... pero por fin, después de algunos años, hoy regresaríamos y volveríamos a vivir en ella.
Me desperté entusiasmada. Desayuné algo ligero y comencé a cargar las últimas cajas que se encontraban en la casa. Me alegraba por fin poder marcharme; el tiempo que estuve aquí me sentí terriblemente sola. Después de unas horas, me disponía a subirme al auto cuando recordé que había olvidado una caja. Regresé rápidamente, abrí la puerta de golpe y miré la caja en el suelo. Se trataba de una simple caja llena de cosas viejas, pero todo lo que guardaba en ella tenía un valor profundo para mi. Sentí tanta emoción de no haberla olvidado, que la tomé rápidamente y salí corriendo hacia el auto. Antes de llegar me tropecé y varias cosas salieron volando; pero qué torpeza. Me agaché y volví a meter todo en ella: una foto vieja, una pulsera, el collar de mi antiguo perro... y un viejo labial. No era un labial era el labial. Lo tomé y pude recordar, exactamente, el día en que llegó a mi vida. Era una mañana cercana a diciembre, un poco cálida. Diferente a lo habitual, desperté sonriente como cada sábado a pesar de que nadie se encontraba en casa a excepción de mi abuelo. Yo detestaba estar sola, así que mi abuelo decidió llevarme con él a un pequeño pero surtido tianguis que se encontraba sólo a pocas cuadras de la casa. Al llegar comenzamos a recorrer las calles llenas de puestos. Yo era una pequeña niña llena de curiosidad. Veía con fascinación cada puesto y todo lo que vendían en ellos. Avanzábamos, cuando de la nada, entre la gente, vi una cara conocida que caminaba hacia mí. Se trataba de mi querida bisabuela; una pequeña y dulce ancianita que era apenas como veinte centímetros más alta que yo. Ella, con una dulce sonrisa, nos hizo un par de preguntas que respondimos tranquilamente. Después, me sacudió el cabello y sacó de su bolsillo diez pesos que dejó en mi mano. Me dio un beso y se marchó lentamente. En poco, se perdió entre la gente. Ni tiempo me dio de agradecerle. Guardé el dinero y con la misma alegría del principio, mi abuelo y yo seguimos nuestro camino.
Después de que mi abuelo compró algunas cosas para la casa, había llegado mi momento de comprarme algo. Así que, no lo pensé, rápidamente caminé hacia un puesto de maquillaje. Con emoción, comencé a revisar cada objeto en el puesto, como si fuera la experta, como si hubiera tomado cursos de gran maquillista. Lo vi y paré. Allí estaba, seguro esperando por mi. Mis ojos no vieron otra cosa sino ese pequeño labial rosa con brillitos. No lo pensé, eso era lo que compraría. Me disponía a pagar cuando mi abuelo había decidido pagarlo él. No dije nada y acepté que lo hiciera. Nos dimos media vuelta y caminamos de regreso a casa. En todo el trayecto le agradecí infinitamente su acción. Fue mi primer labial. Llegamos y me fui a mi habitación.
Ahora que lo veo, reconozco que no lo usé muchas veces; es más, al final decidí jamás usarlo y conservarlo. Ahora aquí está, casi intacto en mis manos después de tanto tiempo. Así pretendo que siga siendo, intacto como su recuerdo. Metí el labial en la caja, me subí al auto y sonreí”
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