Su familia no era la típica que preparaba una gran cena para reunirse y celebrar por la noche de Navidad. Más bien ni en esa fecha ni para la cena, nunca se sentaron juntos a compartir una comida. La madre, agotada por la faena diaria, esa noche la pasaba como cualquier otra; pensándolo bien, no sólo esa noche sino todas las demás. El padre aparecía ignorando que había algo qué celebrar. ¿Los hijos?, cada cual traía su cuento. De pronto, algo así como de la noche a la mañana, la vida pasó y nunca vio su sueño cumplido, el único importante que tenía: que por una ocasión, no sólo por la Navidad, se sentaran todos a la mesa y comieran en armonía como esa familia unida mexicana que dicen que somos y de las pocas que, para envidia de la humanidad y de los tiempos, quedan en el mundo. Eso dicen los políticos. Pensó que su familia no era representativa. No hubo tiempo de cumplir su sueño, la muerte de uno les ganó. Entendió que cada cual tiene su propio cuento, tiempo y deseo.
Ahora, en su propia vida, sin importar la fecha, no falta el decoro en su mesa, un mantel limpio, una florecita de papel y con quien compartirla. Siempre aparece alguien, hasta en los días festivos. Como esa Navidad que le tocó en una central camionera. Compró un pastelillo de paquete y dos cafés; le dio uno a su compañero de asiento y brindaron por la Navidad. Entraron en conversación como grandes conocidos. El otro le contó que una vez su mamá estaba muy molesta porque sus amigos no se iban y ya era hora de cenar; terminaron invitando a los amigos. Ya en la confianza de la sobremesa, la señora les preguntó que qué era eso de andar como lángaros, que si no tenían familia con quien cenar. Los dos amigos se vieron entre sí y agacharon la cabeza. Mi madre reparó en su imprudencia, levantó su jarrito de ponche y dijo: ¡salud! Ellos también dijeron, salud, con su café. Acababan de anunciar que el camión estaba por llegar. Ella le contó que su padre había sido mesero y que siempre que entraba a un restaurante, a un bar o a una cafetería, lo primero que hacía cuando se acercaba el dependiente era preguntarle el nombre y dirigirse a él de esa manera en honor al oficio de su padre. Que cuando cumplió años de vida, el primero después de que murió, se fue a celebrar a un bar, se sentó en la barra y pidió un trago, luego otro más cargado, y antes de irse le dijo al mesero que el primer trabajo de su padre había sido también de mesero, que si le permitía darle un abrazo y tomarse una foto con él. El señor, que ya era grande, le dijo que sí. Se tomaron la foto y al final éste se le acercó y le dijo: yo tuve dos hijos que estudiaron, y ahora se avergüenzan de mí. Quizá sus hijos no estudiaron bien, señor, ya lo recordarán un día.
Ando en la víspera de Navidad y pensé en ella, en su gracia y en la mesura que tiene para vivir. La recordé porque estando en un restaurante entré al baño y en la puerta de junto me conmovió el siguiente diálogo: Mamá, ¿dónde compraste tus ojos?, no los compré, son míos. Sí, pero ¿dónde los compraste?, ya te dije que son míos, no los compré. Ayer no los tenías, dónde los compraste. ¡Ah!, tú dices esto que traigo, son las pestañas y las compré con una amiga que vende cositas. ¿Esos ojos son cositas? No son ojos, son pestañas, y les digo cositas porque están chiquitas. Pero no son chiquitas porque tus ojos se ven muy grandes. ¿Y te gustan? Sí, te ves bonita. Eres la mamá más bonita de todas. ¿Tú conoces a todas las mamás? No, pero tú eres mi mejor mamá.
¡Feliz Navidad! Un abrazo con mis mejores deseos y que continuemos el gusto de bien compartir y de conversar.
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