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Las alas de Titika

Autoficción

LAS ALAS DE TITIKA

Eligió ese camino cuando le dijeron desleal. Le sonó feo, apenas lo escuchó se le apretó el corazón; una congoja incómoda. Buscó lealtad en el diccionario, lo primero que encontró fue: “la lealtad de un animal a su amo”. Ni perro ni gato tenía, entonces sí era alguien desleal. Aun así, agradeció no haber aceptado la tierna mascotita que le ofreció su amigo, pues le habría debido lealtad mientras ambos vivieran, no quería eso para ninguno. Aunque la mascotita lo miraba con ojitos de borrego, sin tener piel blanca ni nada, también se derritió al verla. No sucumbió. La acarició un rato, le dio un beso y dejó que alguien más fuera caritativo y feliz. Recordó la charla que escuchó en el metro, esas que uno atiende sin querer, cuando el joven le decía a la chica: “yo te acompaño a todos lados, siempre estoy contigo y tú nunca tienes tiempo para mí, aparte ni te ríes con mis chistes; yo lo hago todo por ti”. No pudo evitar reírse y volteó a verlos, “¿y tú qué ves, pen...?”... como pudo, abandonó el vagón y se dijo que eso se gana por pin... metiche.

Prevenido vale por dos. Dejó el trabajo antes de la jubilación, abandonó el altar con vestido hecho a la medida, dejó el azúcar antes de la diabetes, se apartó cuándo le demandaron atención, viajó antes de comprarse casa, leyó libros antes de perder la vista, se rio antes de perder el gusto, se rapó antes de la calvicie, se compró una peluca de color y salió sin más a la calle, sin partir plaza ni nada, sólo caminando como demente. Dijeron que era un ser vacuo: sin pretensiones, sin bono de jubilación, sin quien le tome la mano, sin lonja de felicidad... sólo con peluca de color. Escuchó el juicio y apretó el paso como aquel loco que caminó la ciudad sin parar y llevando una langosta atada con un listón azul, como si fuera un perrito chihuahua; ambos seres desiguales, criticados por los otros a su paso. “Nada de lo humano me es ajeno”, repetía para sus adentros.

La idea le rondó por algún tiempo. Su gurú, algo así como su maestro más querido, le dijo: “Abandona esa idea de desprotección, justo en desagruparse radica la libertad que tanto se busca”. Su ex se había desagrupado y no le había ido tan bien. El pobre andaba como perro sin dueño. Entraba a una tienda y apenas atravesaba la puerta sentía los pasos del policía que no le perdía detalle, y como nomás iba a matar el tiempo y a tirar las agua, el uniformado terminaba diciéndole que el WC sólo era para clientes. Andaba muy desagrupado y no encontraba respuesta.

Soñó que su amigo le dijo: “si le hablas a ella, que es una perra conmigo, es que no me eres leal”, en eso aparece un perrito blanco y le lame el zapato, con un aire de solvencia el amigo lo toma en brazos —al perrito, claro— y dice: “él sí sabe quién soy, bien dicen que es el único amigo del hombre”. Se sintió como el malagradecido perro del vecino que apenas la veía y le pelaba el diente; ese también sabía quién era su amo. En la fantasía, todos tenían su bienestar de cajita, pero ella seguía apachurrada. Despertó igual.

Un buen día, decidió comprarse la peluca, y por qué no, atar a un mini marrano con un listón azul, como el loco francés hizo con la langosta, y se echó a deambular por la calle. Descubrió que todo lo había mal entendido, que no había más lealtades que las propias, más amo que aquietar el propio juicio, más buenaventura que el amable saludo de un ser crudo y alegre. Que las agrupaciones que imponen y pervierten bien se hace en abandonarlas. Que apenas un abrazo de quien te quiere y te quiere feliz, es algo que se siente y que uno jamás deja ir.

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