El martes 4 de enero de 1994 el rector de la Universidad Autónoma de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, acompañado de funcionarios de primer nivel y por quien esto escribe, fue a visitar a Amparo Ochoa en su lecho de enferma, quien entonces convalecía en la casa de su hermano Norberto Ochoa, en la colonia Stase de Culiacán. Todos sabíamos que se nos iba de las manos. Todos sabíamos que contábamos con horas para abrazar su vida, tanto como ella nos abrazó con su canto y solidaridad.
Había nacido en Culiacán el 29 de septiembre de 1946 durante una noche en que cayeron estrellas, me dijo Norberto Ochoa alguna vez, y desde entonces la asemejo cada vez que veo estrellas fugaces.
De vivir, Amparo Ochoa estaría cumpliendo 75 años de edad, pero 34 días después de aquella visita de aliento por parte del Rector, el terso canto de los tres ríos de Culiacán la adormeció para siempre: murió a las 10:45 de la noche del lunes 7 de febrero de 1994, rodeada con el cariño de su familia y con el amor de sus hijos Isaac y María Inés. Momentos antes había estado con ella, como lo hacía a diario, y apenas llegué a casa recibí una llamada telefónica: “Amparo ha fallecido”. Y me dolí porque la tregua con la muerte no fue posible. Y lloré porque nuestro jilguero se quedó dormido.
El martes 9 de febrero de 1994, encabezada por Rubén Rocha Moya, la UAS abrió las puertas del edificio central para rendirle un emotivo homenaje de cuerpo presente. Y así se pronunció el Rector:
“Incontables veces muchos miembros de la Universidad Autónoma de Sinaloa tuvimos a Amparo Ochoa entre nosotros; tantas, que con sobradas razones llegamos a considerarla nuestra. Aquí se trató y conoció a Amparo Ochoa como una compañera más. Aquélla que estaba con la UAS en las buenas y en las malas; que nos entendía y nos interpretaba. Más todavía: que nos alumbraba y daba fuerzas con su canto claro y profundo.
“No exagero si digo, en nombre de quienes formamos parte de esta comunidad, que Amparo Ochoa se había ganado también el nombramiento de Universitaria Distinguida y que como tal la veíamos. Este encuentro último con ella y esta despedida postrera resulta, por eso, tan marcadamente sentida para sus compañeros universitarios de la UAS; su casa, su Universidad”.
Al término del mensaje, el maestro Rocha y muchos de los presentes le ofrendaron guardias de honor. En un momento dado, su hermano Norberto, su hijo Isaac y quien esto escribe habíamos arropado el ataúd con la bandera nacional. Un cachito del alma de México se nos había adelantado.
Yo vi llantos contenidos. Yo escuché el brío del largo aplauso que recibió de todos. Y los sentimientos se derramaron cuando la Banda Sinfónica de la UAS empezó a tocar un popurrí de música sinaloense, justo cuando el ataúd era cargado para depositarlo en la carroza. Del allí nos fuimos al panteón de La Lima para su eterno descanso. Antes de que bajaran el ataúd, recogí la bandera nacional y la puse en manos de Gabino Palomares, casi su hermano, el de La maldición de Malinche.
A un día del aniversario de su nacimiento, que es la fecha de la Fundación de Culiacán, es que escribo para enaltecer su memoria. Ya Modesto López hace lo suyo en la Ciudad de México con el documental “Se me reventó el barzón”, que es el mismo título de mi libro sobre su vida. Y punto.