El Presidente López Obrador, maestro del posicionamiento de agenda como pocos, lo hizo de nuevo. En esta ocasión lo hizo de la peor manera. El viernes de la semana pasada mostró unos datos de dudosa procedencia sobre los supuestos ingresos de Carlos Loret de Mola en el contexto del llamado #HoustonGate. Se desataron todo tipo de críticas y diatribas cruzadas en el acostumbrado plebiscito tuitero (“Favor de” vs “contra de”).
Hay varias vertientes que mencionaré someramente antes de abordar un tema medular que se soslaya en esta conversación inducida. Una es la capacidad que tiene para “voltear la tortilla”. Cuando la investigación versa sobre su hijo José Ramón y posibles conflictos de interés, los periodistas involucrados en alguna parte del proceso informativo -en este caso Loret como presentador o Aristegui haciendo eco del reportaje-son llevados a la picota presidencial.
Otra línea de análisis tiene que ver con el interés público de la información versus el “interés del público”. El primero tiene que ver con la construcción de deliberación democrática, lo segundo con el morbo. La Constitución y las leyes secundarias protegen los datos personales y esa protección es un derecho fundamental. Más aún cuando pueden ser usados para inhibir otros derechos como el de libertad de expresión. No hay duda de ello, pero otra vez, siendo AMLO medida y regla de todas las cosas, se relativiza en la discusión pública la preeminencia de estos derechos humanos.
La última veta de análisis es la palabra del Presidente como un arma que divide y no un acto que convoca para debatir. El Presidente es Jefe de Estado, no un ciudadano común. Si los poderes fácticos, incluido el mediático, están socavando la cosa pública -según él- hay que tomar medidas institucionales. Pero no va por ahí la estrategia presidencial. En 2020 el “decretazo 2.0” les disminuyó los tiempos fiscales a las concesionarias de radio y televisión. Hoy, Ejecutivo y Legislativo se niegan a regular el gasto en publicidad oficial, al extremo de que el Congreso incurrió en desacato de una sentencia de la Suprema Corte sobre la materia.
Todo lo anterior son importantes y apremiantes temas en la actualidad mexicana. Pero se articulan de manera sesgada y manipulada desde el poder, perdiendo profundidad y ausentando otros temas urgentes. Uno de ellos es la precariedad laboral de la prensa. El Director General del IMSS, Zoé Robledo, habló hace un par de años sobre la existencia de 22 mil periodistas sin seguridad social. A partir de una encuesta realizada el año pasado en diversos estados de la República expusimos cómo 62 por ciento de los y las periodistas encuestadas dijeron no tener seguridad social y 34 por ciento declaró no contar con el equipo de protección necesario para hacer coberturas durante la contingencia sanitaria del Covid-19. Solamente 50.7 por ciento dijeron contar con contratos de tiempo completo y el 32 por ciento tenían fuentes de ingreso adicionales al periodismo.
Aquí sí hay un tema de interés público. Nuestra prensa está precarizada y ejerce la honorable y esencial labor de informar bajo una constante asfixia laboral. De ello no se habla porque hay corresponsabilidad de los dueños de medios y Estado. Si a eso sumamos que cada 14 horas se les agrede física o psicológicamente con fines de censura, se suman y conjugan una serie de males que condiciona severamente la posibilidad de construir una prensa más libre, desinhibida, critica e independiente. Por último no todos los medios son grandes consorcios. Una buena parte de los proyectos informativos, tanto convencionales como emergentes, enfrentan una grave crisis de financiamiento. Eso suma a la dificultad para hacer del periodismo una labor con previsiones sociales y remuneraciones dignas.
En suma, el interés de conocer los salarios de periodistas debe radicar en la evidente inacción del Estado para revertir la falta de mínimas condiciones laborales. Si hay periodistas que ganan mucho o poco es porque el sistema político-mediático se ha construido sobre arreglos cupulares dirigidos a evadir la procuración y garantía de derechos económicos y sociales de la gran mayoría de comunicadores.
Pero sobre eso no se habló en las “mañaneras” de la semana. El interés del Presidente en conocer los ingresos de periodistas con nombre y apellido es para atacarlos, no para plantear acciones que dignifiquen la labor de miles de colegas precarizados. Así se ciernen sobre la prensa todo tipo de peligros que resultan bastante funcionales para el statu quo. Una prensa sin adecuadas condiciones laborales, de seguridad, protección, acceso a la justicia y reparación seguirá siendo una prensa débil, amedrentada y manipulable. Pero la buena noticia es que esa misma prensa se está movilizando. Esperemos que pronto sus demandas encuentren un eco social mayor por el bien de nuestra débil democracia.