Los recuerdos más viejos que tengo son de los viernes por la tarde. La tía Mimí iba a visitar a la tía Licha y a mi mamá en la Colonia 10 de Mayo, por esa conexión natural de hermanos que de pronto obliga a la búsqueda y la convivencia.
Pero ahora pienso que la de ellas era hasta exagerada, porque tenían unos cuatro de los siete días a la semana con agenda llena, que incluían unas comilonas dignas de cualquier fonda centenaria, y charlas interminables de tertulia, que le daban un sabor especial al pan y al café.
Y de esas charlas se desprendían infinidad de temas, de recuerdos, de noticias, de mitotes, actualizaciones o refritos, y por supuesto del futuro.
Pero nunca escuché nada que explicara lo que pasaba en esa casa.
Sí escuché otras anécdotas, que poco a poco alimentaban nuestra curiosidad infantil.
Una vez, escuchamos que mi tía contó que en la planta baja de esa casa, en la Colonia Almada, donde mi tío instaló su taller de carpintería, algún despistado a las penas de los sábados no aguantó y entró al baño, porque ya no aguantaba el estómago.
El baño, que siempre fue una taza pegada al concreto que conectaba a una fosa, con paredes de pedazos de madera acomodados, que lo único parecido a una puerta era lo que se acomodara recargado o atravesado.
Y por supuesto que no tenía techo, por eso la historia fue más espeluznante.
Ese día, a principios de los 80, el despistado trabó la puerta y se sentó en la taza, cuando escuchó un aleteo y un tímido ululeo.
Volteó, y ayudado por la noche estrellada, pudo ver la forma de una lechuza.
Poco a poco, el sonido cambió a un chirrido, y luego a un graznido.
Sudoroso, el despistado, sintiéndose presa, abajo y de espaldas, porque se cansó de verla arriba, se desesperó.
“Cómo chin...”, le gritó.
Todo quedó en silencio por unos segundos y luego comenzó de nuevo el torrente de sonidos en aumento de volumen, hasta que escuchó de nuevo un aleteo.
El despistado no aguantó más, se levantó y derribó la puerta de una patada, buscando desesperado una piedra, cuando un sonido seco lo detuvo de inmediato y le obligó a voltear.
“Era una cubeta llena de grava”, terminó de contar mi tía Mimí, la casera. “Casi le caía en la cabeza”
“¿Por qué no le echó de la madre?, preguntó la tía Heidi. “Porque esa era una bruja, por hay que mentarles la madre a las lechuzas de noche”.
Silencio, sorbos de café.
“¿Qué miedo, verdad?”, dijo mi tía Mimí.
Pero ella misma tenía más anécdotas, como la vez que salió corriendo del baño de visitas en la planta alta, que tenía en el pasillo justo al lado del comedor, que no tenía ventanas y donde nunca sirvieron los focos. Por más que los cambiaron siempre se fundían.
Esa vez, estando ocupado el baño de las habitaciones del fondo, se metió al ser la única opción y tuvo que salir porque escuchó la respiración de alguien en la oscuridad.
O la vez que mi tía Heidi sintió que alguien se acostó junto a ella, una madrugada, en la oscuridad, sin dar respuesta de nada.
Nosotros aprovechábamos la visita de la tía Mimí a la 10 de Mayo y de regreso nos llevaba con ella, una decena de primos.
Nos compraba pizza, palomitas y refresco, y uno de mis primos mayores nos rentaba películas de terror en el Video Centro de Plaza Fiesta.
Las noches eran divertidas, hasta que llegaba la hora de dormir, y peor, cuando la mayoría se dormía.
Porque había ruidos en la cocina, o en la entrada, en la escalera, o en el patio del taller.
Y nosotros, ciscados, atribuíamos todo a lo paranormal.
A la mañana siguiente seguíamos con los juegos, pero evitábamos quedarnos solos.
Una vez, de día, escuchamos a mi tío Juan llamarle a mi prima desde la última habitación. Fue insistente, todos lo escuchamos.
Ella fue apurada a ver qué quería, pero regresó asustada.
¿Oigan, ustedes oyeron que mi papá me habló?, nos preguntó.
“Sí, varias veces”, respondí.
“Ah, pues está dormido”, dijo.
Y fuimos a cerciorarnos a tal grado que lo despertamos.
Desde niños crecimos con esas historias y experiencias en esa casa, y en algún momento, con los años y la madurez, coincidíamos que quizás eran cosas de la imaginación.
Pero las situaciones continuaron, incluso, con personas que visitaban a mis primos y no tenían idea de las historias.
Uno de mis primos tenía su habitación en la azotea, donde escuchaba sus discos y pintaba sus cuadros. Una vez lo visitó un amigo, y después de unas cervezas decidió quedarse a dormir.
El mismo día, mi prima salió de antro y una de sus amigas le pidió quedarse en su casa, para no regresarse sola a la suya que estaba demasiado lejos.
El amigo de mi primo aseguró que despertó en la madrugada, se puso de pie todavía ebrio por las cervezas y salió a la terraza, desde donde vio cómo una mujer vestida de negro comenzaba su descenso por una escalera de caracol de herrería.
Contaría luego que no pudo pensar que era alguien de la casa, sintió un terror que lo hizo ir a acostarse y enredarse en la sábanas para no saber más.
A la misma hora, después lo platicarían, la amiga de mi prima salió de la habitación para ir al baño, y antes de entrar al pasillo pudo ver por una pequeña ventana como una mujer vestida de negro bajaba por la escalera de la azotea y el sentimiento fue el mismo, de terror.
Lo último que supe, y fue por mi hermano mayor, es que lo que habita ahí sigue haciendo de las suyas 30 años después.
Por un problema con un casero, mi hermano dejó una casa de renta abruptamente y quedó a la deriva, por lo que llegó con mi tía y le pidió permiso para quedarse unos días.
Mi hermano, unos 10 años más grande que yo, conocía las anécdotas, pero nunca les dio importancia.
Hasta que una noche, después de haber hecho un tendido en la sala de esa casa, veía la tele para conciliar el sueño.
Acostado en el suelo, con unas almohadas, podía ver el pasillo principal de la casa con solo voltear a su lado derecho.
Mis tías y mis primos que aún viven en esa casa ya se habían ido a acostar.
Pero luego mi hermano vio como mi tía Heidi venía por el pasillo, apoyándose de las paredes, casi trompicando, saliendo de entre las oscuridad de los últimos cuartos hasta el comedor y luego dio vuelta a la cocina.
“¿Qué pasó, tía?”, le preguntó mi hermano. “¿Todo está bien?”.
No tuvo respuesta, pero sí puede asegurar que escuchó cómo se movían sartenes y vasos en la cocina.
Pasaron unos 10 o 15 minutos, y el hecho de que no le respondiera hasta le había quitado importancia, cuando vuelve a ver a mi tía salir de su habitación de la misma forma.
¿Heidi, vas a la cocina?, le gritó mi tía Mimí desde el cuarto de atrás.
“Sí, voy por agua”, respondió.
“Ah, ¿puedes meter las cazuelas de la comida al refri, para que no se pierdan?”, preguntó.
“Sí, ya voy”, le dijo.
Al ver y escuchar esto, mi hermano saltó de su tendido y de dos pasos llegó a la cocina, para cerciorarse que no había nadie.
“¿Tía, pero que no usted acaba de venir a la cocina?”, cuestionó intrigado hermano.
“No, ya estaba dormida yo, pero me despertó la sed”, aclaró.
“Tía, pero si yo ¡la acabo de ver!”, dijo subiendo el tono.
Mi tía, sin dejar de moverse, ya había tomado un vaso y llenado de agua.
“Ha de haber sido el fantasma de aquí”, dijo seria después de beber.