Difícil pensar que México no sea visto desde el exterior como un país de pacotilla en materia de seguridad y justicia, por más que pueda ofender sensibilidades. Y no se trata de un gobierno en particular, sino de los rasgos consustanciales de la vida nacional que se reflejan en las noticias que trascienden en el extranjero. ¿O de qué manera puede procesar un alemán o un neoyorquino el hecho de que los dos capos más célebres, “El Chapo” Guzmán y Rafael Caro Quintero hayan quedado libres, en su momento, por errores tan crasos que habrían resultado inverosímiles en cualquier guión de televisión? El primero, al huir una vez en helicóptero y otra a través de un túnel, a pesar de ser el prisionero número uno de las cárceles mexicanas. Se requirió meterlo a una prisión norteamericana para asumir que, por fin, no volveríamos a preocuparnos del sinaloense.
Y el caso de Caro Quintero es aún más absurdo. A dos tercios de su condena un juez lo dejó libre por un tecnicismo (erróneamente) y a pesar de que le esperaba un proceso de extradición una vez que terminara su pena en cárceles mexicanas. Tampoco abona a nuestro prestigio que, tras varios años de fuga pese a saberse la región en la que residía, resulte aprehendido dos días después de la visita del Presidente López Obrador a Washington. Para nadie es un secreto que la libertad de Caro Quintero, el asesino confeso de Enrique Camarena, el agente de la DEA, era el agravio número uno en la lista de reclamos de Estados Unidos a México. Recordemos la indignación que generó entre autoridades y opinión pública del país vecino el hallazgo del cuerpo de Camarena: además de evidenciar rastros brutales de tortura, se reveló que había sido enterrado vivo y castrado. En la primera aprehensión de Caro Quintero, en 1985 en Costa Rica, la DEA fue decisiva para localizarlo y capturarlo, pero las autoridades mexicanas, con una dignidad que a la postre resultó injustificada, negaron la extradición diciendo que primero tenía que responder por sus crímenes en nuestro país y que los estadounidenses hicieran fila hasta que concluyera su sentencia. Su liberación irregular en 2013 pareció una burla. Y más aún que hayan transcurrido tantos años para ejecutar su aprehensión (y digo ejecutar, porque localizado, estaba).
Por supuesto que pudo haberse tratado de un mero azar que tal detención haya coincidido con el viaje del Presidente a Washington. Pero, el hecho de que haya sido la Marina quien realizó la operación de captura, justamente el único cuerpo de seguridad mexicano en el que confían las autoridades yanquis, sugiere un acuerdo entre gobiernos. De hecho, el boletín de la propia DEA anunciando la detención de Caro Quintero así lo expresa.
Y, sin embargo, frente a estos dos casos (El Chapo y Caro Quintero) tan poco edificantes para efectos del prestigio de la justicia en México, habría que destacar otro en sentido opuesto al que se le ha prestado poca atención. Una de cal por las dos de arena.
Hace unos días en Topilejo, en la carretera federal que une a la Ciudad de México con Cuernavaca, se dio un enfrentamiento entre las fuerzas de seguridad y una célula del Cártel de Sinaloa. Lo peculiar de la noticia es el saldo del incidente: cuatro policías heridos, uno de ellos de gravedad, y 14 detenidos, todos ilesos. Se dice rápido, pero costaría trabajo encontrar un país, desde luego no Estados Unidos, en el que la policía tenga la disciplina y la fuerza de voluntad para evitar una represión parcial o total, tras las pérdidas sufridas. Evidentemente los criminales ofrecieron resistencia, tumbaron a varios miembros de las fuerzas del orden y, cuando se vieron superados en número simplemente se rindieron sin que los colegas de los caídos tomaran represalias. Desde luego es lo que indica la ley, pero como todos sabemos en esos casos la indignación y la rabia suelen contaminar el debido proceso. Y fue una suerte que hayan actuado con ese profesionalismo, porque luego resultó que cuatro de los detenidos en realidad no tenían relación con los delincuentes. Dos de ellos trabajaban en un albergue de perros contiguo a la finca en la que la banda se atrincheró. Las crónicas de la prensa roja están nutridas de los casos de innumerables víctimas del consabido “disparen y luego averiguamos”.
No pretendo extraer conclusiones de todos los casos aquí citados. Simplemente dar cuenta del panorama de claroscuros tan contrastante en materia de seguridad pública en nuestro país. Un panorama que igual arroja un caso ejemplar de profesionalismo y disciplina, digno de ser citado a nivel internacional, que otras situaciones más propias de una república bananera y que francamente provocan pena ajena. Para animarnos o deprimirnos, las dos conviven a pesar de todo.