Salidas en falso frente a la violencia

    Si no construimos entre todas y todas alternativas factibles, el espacio político realmente existente quedará a merced de quienes usan el modelo Bukele como espejismo para engañar a la población asustada o de quienes promueven el empoderamiento militar como única solución a nuestro grave problema de inseguridad.

    Frente a los altos índices de violencia, aumenta la proclividad a optar por soluciones que, en realidad, son salidas en falso, pues sólo empeorarán las actuales condiciones. Esta tendencia se presenta en toda nuestra región, no sólo en México. El modelo de mano dura implementado por el Presidente Bukele en El Salvador empieza a cobrar una peligrosa popularidad.

    En Ecuador, el actual gobierno optó por declarar que el país se encuentra en condición de “conflicto armado interno”, e intensificó una política de marcadas características bélicas, similar a la que se empezó a adoptar México en el sexenio 2006- 2012, con las consecuencias que ya conocemos.

    El encuadre de la violencia generada por las organizaciones del narcotráfico bajo la categoría de “conflicto armado interno”, ha sido criticado por las principales organizaciones civiles ecuatorianas. También organizaciones internacionales de defensa de los derechos humanos, como Human Rights Watch, han alertado sobre los riesgos de este enfoque. Recientemente, De Justicia -de Colombia- y el CELS -de Argentina-, dos de las organizaciones de derechos humanos más connotadas de América Latina, allegaron a la Corte Suprema de aquel país andino un documento amicus curiae en el que argumentaron sólidamente que adoptar esta perspectiva podría redundar en violaciones a derechos humanos y aumentar la crisis de violencia.

    Vale la pena hacer eco de estas preocupaciones en México, donde con relativa frecuencia se alude a la situación de nuestro país en esos términos. Michael Reed Hurtado, reconocido especialista en el tema, ya hace tiempo señalaba los riesgos inherentes a esta posición, en un par de textos ineludibles para abordar con seriedad este asunto. Reed señaló acertadamente que caracterizar la lacerante situación de México como guerra “buscando activar marcos de protección y recuperar la fuerza de la condena de hechos atroces que se han naturalizado”, puede desencadenar consecuencias negativas no deseadas.

    Esta reflexión es insoslayable. La situación crítica en la que nos encontramos desde hace ya tres lustros da pie a que se propongan soluciones sin real viabilidad política, pero atractivas para las redes sociales o para construir estrategias de éxito momentáneo que, después, podrían incubar peores consecuencias. En este rubro caben algunas propuestas de pacificación de los carteles que, extrapolando modelos propios de la desmovilización de organizaciones político-armadas o de conflictos internacionales de diversa índole, buscan sentar a la mesa a las organizaciones macro delincuenciales del narcotráfico para pactar treguas, sin presencia del Estado.

    Estos intentos, que en las últimas semanas han sido profusamente difundidos en la prensa, son sin duda una expresión de desesperación extrema y en muchas ocasiones son impulsados por personas con buenas intenciones, que además se juegan la vida en el empeño de contener las dinámicas de muerte. Empero, siendo desde luego loable que se busque disminuir la violencia, en el formato adoptado estas iniciativas corren el riesgo de generar condiciones idóneas para que las organizaciones criminales continúen depredando a las comunidades y escalando su fortalecimiento delictivo.

    Si bien en ciertos contextos -sobre todo respecto de pandillas juveniles- los acercamientos de autoridades estatales con generadores de violencia pueden ser útiles bajo la perspectiva de la llamada disuasión focalizada, las “treguas” que se vienen ventilando en medios de comunicación más bien parecen ser pausas momentáneas gestionadas por actores no estatales, al cabo de las cuales la población seguirá inerme, entre la violencia de Estado y la violencia delincuencial, pues seguirá diluida línea entre las autoridades y el crimen organizado.

    Y es que no podemos obviar que las estructuras delictivas, que controlan vastos espacios del territorio nacional, están asociadas a economías ilícitas de mayor escala, en las que los márgenes de ganancia siguen intocados. Mientras ese incentivo económico subsista, difícilmente los procesos políticos o sociales podrán influir en que estas estructuras se pacifiquen, desmovilicen o depongan las armas, como sí podría ocurrir en conflictos de otra naturaleza. El hecho de que en Guerrero continúe exacerbada la violencia aun después de que se anunciaran las presuntas treguas, así lo acredita.

    Por ello, es necesario no cejar en los esfuerzos de construcción de institucionalidad estatal, incluso ahora que esta empresa aparece más ardua que nunca. Como el propio Reed Hurtado señala en los artículos citados: “Dejar de lado las formas del Estado de derecho y recurrir a las formas de la guerra para confrontar la creciente violencia implica anular de facto (y en algunos casos, de jure) los controles que durante siglos se han buscado poner al extraordinario poder público [...] la prioridad debería ser recuperar la noción de lo público en los asuntos de gobierno, incluyendo la seguridad, y promover distintas formas de responsabilidad (activas y pasivas) para hacer frente a las dinámicas de violencia y de cooptación institucional, antes de que continúen escalando”.

    La imparable violencia duele y la desesperación fácilmente puede llevarnos a postular alternativas poco plausibles o en sí mismo problemáticas. Frente al riesgo de empujar salidas en falso, conviene más bien impulsar soluciones que tengan viabilidad; es indeseable regresar a los esquemas de mano dura del pasado, pero abogar por una retracción estatal que, al amparo de presuntas treguas, lleve a un mayor fortalecimiento de las organizaciones criminales es también indeseable. Si no construimos entre todas y todas alternativas factibles que eviten estos dos extremos, el espacio político realmente existente quedará a merced de quienes usan el modelo Bukele como espejismo para engañar a la población asustada o de quienes promueven el empoderamiento militar como única solución a nuestro grave problema de inseguridad.

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