Abundan quienes dicen que el PRI se está jugando su futuro ya sea que esté con AMLO o contra él en las decisiones que adopte su bancada en San Lázaro. En realidad, con el PRI nunca se sabe, es una mezcla de gato con siete vidas y camaleón. No son pocas veces que se le ha querido entonar el Réquiem y saca la mano para decir: ‘¡no he muerto!’.

    Abundan quienes dicen que el PRI se está jugando su futuro ya sea que esté con AMLO o contra él en las decisiones que adopte su bancada en San Lázaro.

    En realidad, con el PRI nunca se sabe, es una mezcla de gato con siete vidas y camaleón. No son pocas veces que se le ha querido entonar el Réquiem y saca la mano para decir: “¡no he muerto!”.

    El PRI es de una plasticidad histórica sorprendente. En algunas etapas ha exhibido una disciplina pétrea donde nada se movía y en otras ha tenido divisiones profundas. Pero su eje estabilizador era la Presidencia de la República, sin ella el tricolor no es el mismo, se desorienta, pierde valor, homogeneidad y coherencia.

    A partir del año 2000, cuando suelta por primera vez el privilegio de mandar en Los Pinos, sus gobernadores se convirtieron en virreyes; es decir, el PRI se balcanizó en jefaturas estatales, incluso en maximatos regionales, como el de Juan S. Millán en Sinaloa.

    Pero la presente coyuntura exhibe a un tricolor más débil y confundido que nunca. Cuando perdió con Fox y Calderón preservó el talante ideológico que le construyeron De la Madrid, Salinas de Gortari y Zedillo. El neoliberalismo no fue puesto en duda en gran medida porque el PAN no refutaba esa orientación, por el contrario, había sido en México su promotor original. Cuando recupera Los Pinos con Peña Nieto, el PRI retoma su zona de confort que le otorga el poder presidencial. El Presidente decide lo fundamental del Gobierno y del partido. Sin embargo, como todos sabemos, tanto el nuevo modelo societario que se empezó a construir desde 1983, que ha generado mayor desigualdad, como la brutal corrupción peñanietista, que es sustancia recóndita del ADN de la política mexicana (y no tan solo tricolor), agotó la paciencia de las mayorías ciudadanas mexicanas y volvieron a sacar al PRI de Los Pinos, ahora con mayor contundencia.

    Ahora es muy claro, en el 2000 y 2006 no lo era tanto, que las masas proletarias marginadas, por un lado, y por otro, las clases medias hastiadas de la corrupción, extrañaban la estabilidad del llamado desarrollo estabilizador que el PRI impulsó por dos décadas que incluía un Estado intervencionista y a veces dadivoso (aunque siempre corrupto), aunque fuese nada o poco democrático. Lo paradójico es que el recurso democrático electoral era el único que podía sacar al PRI del poder y se echó mano de él.

    En 2018, sin contar el discurso anticorrupción, la política de alianzas y el carisma, la propuesta programática de AMLO tenía dos ejes ideológicos que él recuperaba del PRI anterior a los 80 para atraer a los millones de mexicanos que el PRI neoliberal había marginado: el nacionalismo revolucionario cardenista y el desarrollo estabilizador lopezmateísta, los cuales se alimentaron mutuamente. Y lo logró.

    El nacionalismo revolucionario y el desarrollo estabilizador de AMLO no son exactamente los mismos de antaño, pero nutren su pensamiento, acciones y programa. Con esos vectores convenció a los millones que le entregaron su voto y, aparentemente, con los mismos quiere convencer al PRI que los apoye en su propuesta de reforma energética. Esta semana, López Obrador le aventó este anzuelo ideológico:

    “El PRI tiene la oportunidad para definirse: va a seguir con el salinismo como política, o va a retomar el camino del Presidente Cárdenas, del Presidente Adolfo López Mateos, el camino que trazaron estos dos grandes presidentes de México, entonces sí es un momento definitorio, vamos a ver qué resuelve”.

    No quedan muchos priistas que sientan toques por la herencia cardenista y lopezmateísta, la mayoría de los que tienen posiciones de poder se formaron con la doctrina salinista en adelante. Los nuevos tricolores solo conocen al viejo priismo a través de libros o pláticas de los veteranos ya sin influencia, lo suyo es la doctrina de Milton Friedman, Von Mises y Von Hayek, adaptadas a México por el priismo tecnócrata y el PAN, y más recientemente por el PRD.

    Así que, si los nuevos priistas han decidido colaborar con AMLO y la 4T, y si deciden votar algunos de ellos en San Lázaro, no será por nostalgias ideológicas sino por intereses muy específicos o presiones fiscales, penales o de índole parecida.

    Los priistas son los maestros del pragmatismo político en México, no en balde López Obrador y Morena han recogido esa escuela y la han aplicado in extremis.

    Es muy probable que el discípulo del también tabasqueño y destacado ideólogo del PRI, Enrique González Pedrero, divida al tricolor y consiga los 11 votos que le falta en el Congreso para pasar la reforma energética, pero no con argumentos ideológicos, este es el cuento popular, sino a través de canonjías, cooptaciones o presiones.

    Lo anterior en sí ya es trascendental, pero no lo es menos si la potencial ruptura priista aborta la alianza con el PAN y el PRD y, por otra parte, también queda en el aire si el PRI sobrevive políticamente después de esta coyuntura y 2024 o, ahora sí, le cantamos el Réquiem.