La imaginación, hemos visto, se desata porque “lo que es” no resulta definitivo: es maleable, fácilmente se le puede concebir de otra forma. Esto lo saben los niños que resignifican lo que está ante ellos y lo vuelven imaginariamente lo que quieren que sea. Los niños y, en general, todos aquellos que se atreven a jugar con “lo que es”. Entre esos juegos hay uno que a mí me pareció, y todavía me lo parece, un juego sobremanera divertido, complicado y abstruso, pero divertido: la filosofía. En su historia se pueden encontrar las propuestas más imaginativas de cuantas haya hecho el ser humano, y hoy quisiera referirme a la más fantasiosa de cuantas conozco: la filosofía de Leibnitz.
Conviene plantear unos preliminares para que pueda dimensionarse lo creativa e imaginativa que es esa propuesta: de hecho Leibnitz comienza en Descartes (conste que digo comienza “en”), o más precisamente en un problema que la duda metódica provocó y su autor no logró resolver: el problema de la comunicación substancial. Descartes, como es bien sabido, puso en duda las opiniones recibidas, el valor de los sentidos, su cuerpo, el mundo y lo que no pudo poner en duda fue su propio pensamiento, al menos, mientras pensaba. Gracias a esto consiguió una verdad a prueba de toda duda: la certeza de que él era y era una cosa pensante. Su cuerpo, en cambio, resultaba de una sustancia dudable porque en el sueño podemos experimentar un cuerpo que, la verdad, no tenemos. Cuerpo y alma quedaron escindidos en Descartes, y con ello se generaron múltiples problemas: uno que ha llegado a nuestros días es el recelo médico para pensarnos como una unidad, es decir, para admitir que las enfermedades son psicosomáticas...
Sin embargo, el problema inmediato (que él mismo Descartes advirtió) fue ¿cómo se comunicaba la res cogitans con la res extensa: el alma con el cuerpo, si se trataba de dos sustancias absolutamente distintas? Querer mover una mano y hacerlo supone que están relacionadas, pero ¿cómo? La respuesta cartesiana fue la glándula pineal. Ahí el cuerpo se hacía más sutil y el alma más densa: era absurda, el propio Descartes la desechó.
Leibnitz ahondó el problema e ideó la más espectacular de la soluciones, pues no solo era cómo se comunicaba mi alma con mi cuerpo, sino cómo se comunicaban todos los seres humanos con su respectivos cuerpos y, más aún, cómo era posible la comunicación con todo lo que existe en el universo, pues si podemos observar la estrella más distante y darnos cuenta de su presencia, o sea, ser conscientes de que esa estrella está en el firmamento, esa estrella aparece en la conciencia, o sea, algo material aparece en la sustancia pensante.
El problema cartesiano agigantado, ¿cómo se comunica todo con todo?, necesitaba una solución espectacularmente imaginativa. Leibnitz imaginó que nada se comunica, pero todo funciona como si la comunicación se diera: ¿cómo? Mediante lo que él llamó La Armonía Preestablecida: Dios como un relojero había sincronizado todo para que cada cosa diera la impresión de interactuar con las otras de manera integrada. Mi mano se mueve al mismo instante en que mi alma decide moverla, cada cual tiene lo que Leibnitz llamó Vis, una ley de desenvolvimiento propio que hacía que cada cosa se moviera por sí misma pero sincronizada con lo demás, dando así la impresión de que lo uno se relacionaba con lo otro (la Vis leibnitziana podría ser el antecedente metafísico del actual ADN).
La armonía preestablecida, fantástica en muchos sentidos, resolvía el problema cartesiano, pero creaba otros. Uno se lo hizo notar el teólogo Antoine Arnauld: Si todo está determinado por esa ley de desenvolvimiento interno (la Vis) que es lo que permite que todo esté armonizado, ¿qué pasa con el libre albedrío? Y aquí es donde Leibnitz dio un giro genial: nada influye sobre el ser humano, pues cada quien está cerrado y solo acata su propia ley de desenvolvimiento, o sea, Leibnitz inventa el concepto de libertad como autonomía. Pero, entonces, objeta Arnauld, ¿cómo ser libres sí Dios nos creó con nuestra determinada Vis y no podemos variar ni el más mínimo detalle, ya que cualquier cambio desajustaría la armonía del universo? La respuesta de Leibnitz es brillantísima: (continuará)...