La idea del alma, de que tenemos un alma, que propiamente somos nuestra alma, aparece en los primeros textos que fundan nuestra cultura: la Cultura Occidental. Ya en la Odisea, Ulises hace un viaje al Hades para encontrarse con el alma de Aquiles y Tiresias, el adivino que aún en la muerte mantiene sus dotes adivinatorias y, sobre todo, conoce la ruta a Ítaca. Erwin Rodhe, en su extraordinario libro Psique, explica cómo era entendida el alma en la más remota antigüedad: resultaba semejante al reflejo que aparece en el agua cuando nos inclinamos a mirarnos: se reproduce el contorno y luce transparente.
En el diálogo Fedón de Platón se presenta de una manera expresa el dualismo que nos ha constituido desde entonces: cuerpo y alma quedan escindidos con la muerte, y mientras que el primero se pudre; el alma, en cambio, perdura. En ese diálogo aparecen varias pruebas de la inmortalidad del alma. Es un texto que resultó fundacional para el cristianismo en más de un sentido y fue repetido y recreado durante siglos. Con todo, quien a mi gusto estableció definitivamente el dualismo fue Descartes, pues de manera tajante presentó al cuerpo (res extensa) y al alma (res cogitans) como dos sustancias irreductibles. Y la dicotomía resultó tan honda que luego le fue imposible encontrar el puente que unía estas sustancias en los seres humanos. El problema de la incomunicación sustancial cartesiana trajo tremendas consecuencias en el campo de la medicina, pues la relación entre las enfermedades y las emociones que para Hipócrates era obvia (cuerpo sano en mente sana) provocó que durante siglos los médicos concibieran al enfermo como un mero cuerpo y hasta hace apenas unos pocos años ha vuelto a hablarse de las enfermedades psicosomáticas, volviendo a ver como unitarios a los pacientes.
El alma, o si se prefiere el yo, es para todos una certeza: nos identificamos con nuestro yo y creemos que estamos en un cuerpo, nuestro cuerpo. Pero no creemos ser, sin más, nuestro cuerpo. Esa impresión es prácticamente universal. Sin embargo, de unos años para acá, la neurociencia ha propuesto que este yo es una ilusión fabricada por nuestro cerebro y que no hay la tal alma, sino que es a lo sumo un epifenómeno de la materia, el resultado de la actividad neuronal que crea la ilusión de que somos un yo, nuestro yo, nuestra mismidad; con lo que se pone en crisis una de las más acendradas convicciones con las que hemos vivido a lo largo de la historia.
Uno de los argumentos que avalan que el alma es una ilusión del cerebro se basa en los casos de personas a las que, por alguna razón, se les ha dañado lo que une los hemisferios cerebrales: el cuerpo calloso. Por lo que quienes padecen esta dolencia tienen dos yos. O lo que ocurre con quienes sufren del trastorno de doble personalidad o personalidad múltiple: el yo es divisible, se experimentan dos o más.
Pero el cerebro no solo crea la ilusión del yo, sino que también, al traducir en imágenes mentales las ondas electromagnéticas que captamos de lo real a través de receptores especializados (nuestros 5 sentidos), también crea la ilusión de un mundo, la impresión de que el mundo existe afuera de nosotros y que es como lo vemos; cuando, la verdad, es que sólo vemos su representación en nuestra conciencia: una realidad virtual.
Al parecer, tanto el alma, como el mundo son ilusiones creadas por nuestro cerebro que nos hace creer que somos algo y que hay algo... Si no hay más que ilusiones y no podemos sino concebir ilusiones, entonces esos fantasmas son, dado que no hay más, la única realidad de veras.