Los políticos sufren irremediablemente de un fenómeno de aislamiento. Al beneplácito de la adulación permanente de los colaboradores cuando ganan la elección le sigue muy pronto la certeza de que toda opinión y toda recomendación es interesada. Los políticos aprenden a desconfiar del entorno tan rápido como un perro entiende que hay que huir de un periódico enrollado; es un acto reflejo de sobrevivencia. En medio del aislamiento surge el encanto de la propia voz. A fuerza de repetición, de escucharse todo el día, todos los días, su voz, amplificada por medios y redes sociales, termina por ser la única que le place.

    Uno de los símbolos de que el poder comienza a hacer estragos en una persona es que deja de usar el yo. En algunos casos, sucede mucho entre deportistas y artistas, comienzan a referirse a sí mismos en tercera persona, hablan del personaje que han construido de sí mismos como si fuera un otro, al que por supuesto admiran y respetan. “Hugo Sánchez jamás hará eso”, dice Hugo Sánchez; “Luis Miguel piensa que...” dice Luis Miguel. Caso distinto son los políticos que hablan de sí mismos en primera persona, pero del plural. “Nosotros no podemos permitir”, “vamos a pensarlo”, “hemos decidido”, dicen con la certeza que da el plural, cuando en realidad es una sola persona, ellos mismos, quienes, piensan, deciden o permiten.

    El uso del nosotros, el nos mayestático, solía ser una fórmula utilizada por papas y reyes para dejar claro que hablaban por todos, que su voluntad era la voluntad de todos, que el poderoso en turno pensaba y decidía por todos. No es, pues, extraño que los políticos adquieran esta singular costumbre y más aún que se acentúe conforme va pasando el tiempo en que detentan el poder. El fenómeno es generalizado, da igual si se trata de un Gobernador, un Presidente o un Cardenal. Comienzan por hablar en nombre del Gobierno y terminan hablando por todos. ¿Quién si no yo, el elegido, sabe lo que el pueblo, la sociedad, la grey necesita y piensa?

    Conforme pasa el tiempo en el cargo la representación popular se confunde con la extensión de la voluntad; el pueblo y yo somos uno mismo. Es un proceso que afecta a todos, unos más a otros menos pero nadie se salva del síndrome del ladrillo, esa especie de mal de altura del poder que tiene que ver fundamentalmente con dos fenómenos: la soledad del palacio y el dulce encanto de la propia voz.

    Los políticos sufren irremediablemente de un fenómeno de aislamiento. Al beneplácito de la adulación permanente de los colaboradores cuando ganan la elección le sigue muy pronto la certeza de que toda opinión y toda recomendación es interesada. Los políticos aprenden a desconfiar del entorno tan rápido como un perro entiende que hay que huir de un periódico enrollado; es un acto reflejo de sobrevivencia. En medio del aislamiento surge el encanto de la propia voz. A fuerza de repetición, de escucharse todo el día, todos los días, su voz, amplificada por medios y redes sociales, termina por ser la única que le place.

    Los políticos disertan sobre la importancia de escuchar, pero no oyen a nadie; someten a consulta decisiones que han tomado previamente; piden al pueblo que se manifieste para verse reflejados en la voluntad popular. Nos, el gobernante, habla solo, y se siente feliz porque al fin, piensa, estamos dialogando.