Tuve que tomar el trabajo fuera de Culiacán porque necesitaba el dinero; no me gustaba la parte de dejar solos a mi esposa y a mi bebé, pero el empleo de carpintería estaba escaso y mal pagado por aquella mitad de la década del 2000.
Firmé un contrato para una carpintería que envió cuadrillas a trabajar en masa para inmobiliarias en Los Cabos. Lo que me convenció es que además del buen pago, ellos me pagarían la comida y el hospedaje; otra cosa es que tenía bonos de producción, así que entre más trabajara, me iría mejor y lo mismo pensaba mi ayudante, un vecino de la infancia varios años menor que yo.
Por eso que no me reclamaba si nos quedábamos hasta la madrugada en aquellos cotos de residencias en obra negra, sin más luz que la de un par de focos pequeños que se alimentaban de un generador de gasolina que llevábamos. Esas construcciones estaban lejos de las últimas zonas urbanas desarrolladas, porque así eran más exclusivas.
Una de esas madrugadas, que recuerdo porque había luna llena, mi compañero trabajaba abajo, puliendo y luego aplicando barniz a unas tiras de madera. Yo, en la segunda planta, armaba marcos de las puertas y algunos entrepaños de los clósets de las habitaciones.
Teníamos pocas extensiones y conexiones y utilizábamos las lámparas sólo para el área de trabajo de cada quien, por lo que la mayor parte del resto de la casa se encontraba en oscuridad.
Recuerdo que me agradaba mucho esa casa porque tenía un ventanal grande que daba a la playa; esa vez la luz de la luna te dejaba divisar el mar desde donde yo estaba y al fondo el arco de piedra muy característico de Los Cabos.
Ya eran después de las dos de la madrugada cuando percibí una extraña sensación. Era como sentir que alguien rondaba por los cuartos de arriba. No escuchaba ruidos, sólo sentía que no estaba solo.
“Quihubo, buenas noches”, grité.
No tuve respuesta.
Me enfoqué en lo que estaba haciendo: rayaba con el lápiz unas marcas en la madera, luego cortaba con una sierra de mano. Untaba pegamento y unía partes con las que más tarde armaría los marcos.
Por unos minutos me entretuve, pero luego otra vez, esa sensación eléctrica me erizó la piel.
De rodillas en el suelo, con la luz en mi contra, pude ver detrás de la lámpara una silueta que se dibujaba en el ventanal, detallada la figura en algunas partes con la luz de la luna. Atrás, al fondo, la terraza de la casa.
Era un hombre, lo imaginé joven, con ropa elegante. Se movió lento, como si fuera su propiedad y como si ya nos conociéramos; se recargó en uno de los extremos del ventanal y se echó una mano a la bolsa.
Su pantalón, pude deducir, era color beige y sus zapatos negros, elegantes, italianos, de pico alargado y con tacón pronunciado.
“Buenas noches, jefe, ¿qué se le ofrece?”, le dije al mismo tiempo que volví mi mirada a la madera.
No tuve respuesta.
Quise ignorarlo, descarté que fuera un simple ladrón; también imaginé que era alguien que aprovechaba que las casas estaban solas para pasar la noche y que luego de haber escuchado nuestro ruido solo decidió ir a buscar un poco de compañía, pero era demasiado elegante para alguien que no pudiera pagar una habitación en un hotel.
Mi atención en el trabajo la perdí apenas unos segundos después, escuchaba que se movía para el otro extremo y la luz de la luna me hizo ver que llevaba una chamarra de piel. ¿En verano?, ¿en Cabo San Lucas?
También alcancé a ver qué su cabello, oscuro, brillaba como si se hubiera peinado con brillantina o con cera; insisto, era alguien muy elegante.
Le di un minuto más, o quizá menos, cuando insistí ahora con un tono menos amigable: “bueno, compa, ¿qué se le ofrece?”.
Tampoco respondió.
Su negativa de responder poco a poco me hizo sentir algo de furia, por la pinche incertidumbre, así que dejé lo que estaba haciendo, me paré de rodillas y tomé la lámpara decidido a voltearla para iluminarlo, pero vi que aquel hombre dejó su posición cómoda y se paró recto, como mirándome fijamente, con una pose que me pareció desafiante.
La muñeca se me trabó y no pude darle la vuelta a la lámpara y mi furia se convirtió en un terror que nunca sentí antes. Eso no parecía una persona, pensé, luego estaba seguro de que no lo era.
Volví a acomodarme en cuatro para seguir con lo mío, traté de contenerme, de no mostrar temor, así que decidí hablarle nuevamente, ahora como si ya nos conociéramos.
“Mire, oiga, a lo mejor usted está molesto porque estamos aquí, pero nada más venimos a trabajar... Terminamos y nos vamos, no vamos a quedarnos”, le dije.
No tuve respuesta.
Luego escuché sus pasos, y me di cuenta cómo poco a poco se acercaba a mí.
La luz me impedía verlo de frente, pero escuchaba cómo sus pisadas sonaban más fuerte, más cerca.
Yo no dejé de rayar y cortar, incluso prendí la sierra. Rayé, rayé y rayé, hasta que me quedé paralizado. Esa no era una persona, estaba seguro que no.
Respiré hondo, y me di la vuelta y la luz de la lámpara iluminó sus zapatos negros brillosos de corte italiano, sin ninguna arruga -cómo si nunca los hubieran doblado-, de tacón y una hebilla dorada, su pantalón beige con la raya del planchado bien delineada, su camisa fajada negra, un cinto con una hebilla que tenía un escudo de armas, su chamarra de piel tinta.
Lucía como una persona, una persona fina y elegante, podría decir que hasta olía bien, pero no recuerdo detalles del aroma.
Volví a bajar la mirada, porque ya no pude subirla más allá de su cintura. El terror me lo impidió, no pude verlo a los ojos.
Seguí viendo sus zapatos por unos segundos, hasta que noté que detrás de su pantorrilla izquierda, algo se movía, de la oscuridad poco a poco se acercó a la luz. Se movía como un animal, pensé por un momento que se trataba de una serpiente hasta que pude verla con detalle: era una cola, una cola que terminaba en una punta de vellos largos, gruesos y oscuros, igual a la de un león.
Me sentí helado. Me moví, me recorrí a mi derecha así de rodillas, sin poder subir la mirada.
“¡Ariel!”, grité con todas mis fuerzas para llamar a mi compañero. “¡Vámonos, ya vámonos!”.
Ariel subió en pocos segundos para encontrarme al final de la escalera.
Él dice que tenía el rostro desencajado y lleno de sudor.
“¿Qué pasó, wey?, parece que viste un fantasma”, me dijo.
“Vámonos”, insistí.
“Pero la herramienta, la madera, ¿no vamos a guardar nada?”, cuestionó.
“No, vámonos, mañana lo vemos”, le ordené.
Apagamos el generador y cerramos. Salimos rápido de la casa, subimos a la camioneta y regresamos al hotel donde nos quedábamos.
“¿Me vas a decir qué pasó?”, recalcó Ariel ya que salimos del complejo residencial en obra negra.
“Si te lo digo no me lo vas a creer”, respondí.
“Dime”, insistió.
“Se me hace que acabo de ver al Diablo”, le dije.