Las Fuerzas Armadas, el Presidente y el espionaje

    @perezricart / SinEmbargo.MX

    Nada hace tanto ruido al obradorismo como la relación que mantiene el Presidente con las Fuerzas Armadas. Es tanto, que silencia todas las explicaciones posibles.

    Recapitulemos. La carrera de López Obrador como luchador social y opositor no ofrece pista alguna sobre su cercanía con el Ejército. Todo lo contrario. Son legión los enfrentamientos verbales. Dimes y diretes. Acusaciones de un lado y del otro. Amedrentamientos.

    Ya pocos lo recuerdan, pero en febrero de 2017 -hace no tanto, aunque ahora parezca un siglo- López Obrador provocó la ira del establishment militar. En el fondo del asunto estaba un oscuro operativo de la Marina en Nayarit que terminó con un reguero de cuerpos en Tepic.

    “Se ajusticiaron a 10 personas”, gritó López Obrador. “Están enfrentando la violencia con violencia, queriendo apagar el fuego con el fuego”.

    Aquellas declaraciones hechas en plaza pública y en un temprano contexto electoral provocaron la respuesta coordinada desde el Ejército. El entonces director General de Derechos Humanos de la Sedena, General brigadier Beltrán Rodríguez, organizó una conferencia de prensa para criticar las palabras del entonces aspirante presencial. Sin nombrar directamente a López Obrador, Beltrán Rodríguez señaló a los “actores sociales” que “sin fundamento” vertían “injurias y ofensas” contra las Fuerzas Armadas.

    López Obrador dobló la apuesta: refiriéndose a Beltrán Rodríguez y al estamento militar que representaba reviró: “Están muy nerviosos los de la mafia del poder”. La mesa estaba servida para una campaña electoral y un sexenio en conflicto. No fue así.

    Tras la elección de 2018 algo pasó. El Presidente dejó de ser candidato. El candidato dejó de ser opositor. La versión del círculo cercano es la siguiente: dos reuniones con la plana mayor de la Secretaría de la Defensa fueron suficientes para dibujar una situación de crisis más grave que la imaginada. La Policía Federal corrompida, las Aduanas inservibles, las policías municipales cooptadas, el territorio tomado.

    Según esta versión, al Presidente le tomó apenas unas semanas entender que el éxito de su sexenio pasaba por confiar en el antiguo antagonista. López Obrador se retractó de la promesa de “devolver” al Ejército a sus cuarteles y se parapetó en su estructura para facilitar varios de sus proyectos más importantes, incluyendo la construcción de obras de infraestructura. ¿Fue correcta esa decisión? ¿Era la menos mala de las alternativas disponibles? ¿El contrafactual era más doloroso? Cualquiera que sea la respuesta hay algo incontrovertido: el costo de la alianza con las Fuerzas Armadas no la conocemos del todo, pero ya sospechamos que será elevado. La semana pasada tuvimos una pista.

    Es un hecho que el Ejército mexicano espía civiles. Lo hace sin órdenes judiciales y a discreción. Y, a juzgar por la Mañanera del viernes, lo hace con la venia presidencial.

    Podemos mirar hacia otro lado, pero la realidad está ahí. La última evidencia: el Centro Militar de Inteligencia (CMI) -un órgano que no aparece en el organigrama de la Sedena y que no tiene partida presupuestal asignada- intervino las comunicaciones del defensor de derechos humanos en Tamaulipas, Raymundo Ramos. ¿El motivo? Ramos documentaba la ejecución extrajudicial de 12 personas ocurrida el 3 de julio de 2020 en Nuevo Laredo, algo más de tres años después de aquella sucedida en Nayarit, criticada por el candidato López Obrador. Insisto: parece un siglo, pero no fue hace tanto.

    Todos los gobiernos del mundo necesitan agencias de inteligencia. Aquellas que funcionan mejor lo hacen porque hay controles judiciales y democráticos que exigen cuentas. Sin mecanismos de control, las agencias tienden a podrirse. Abusan. Matan. Se enquistan. Un vistazo a la historia contemporánea de México basta para llenar de evidencia el argumento. Y lo sabe muy bien el opositor López Obrador, otrora objeto de espionaje de la Dirección Federal de Seguridad, epítome del viejo régimen.

    Creo, con el Presidente, que las Fuerzas Armadas son una herramienta indispensable para atender el problema de seguridad pública. Negarlo es caer en el otro extremo, el del país soñado y no el del país real. Su uso, sin embargo, necesita ser acompañado de controles democráticos y judiciales. Permitir, habilitar o incentivar lo contrario equivale a traicionar décadas de lucha contra el poder desmedido, la batalla histórica del Presidente y del movimiento que encabeza.

    Lo que era detestable ayer sigue siendo detestable hoy: en Nayarit, Nuevo Laredo y Palacio Nacional.

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